El Arte Moderno en la Historia

 

El arte moderno no ha podido sustraerse al progresivo anunciamiento de la Historia en Occidente, al imperio de su sentido, abarcando cada vez más ámbitos en la vida del hombre occidental. Al depositar en ella sus más altas esperanzas de íntima revelación, el hombre le ha entregado su fe desde el momento en que la reconoce como el argumento más “valedor” del proceso con que la criatura  humana se anuncia a la vida. A ella se ha confiado, y ha confiado su fe mucho más de lo que lo han hecho otras culturas, al  no haber aceptado de ella su labor mediadora, valedora de la condición humana.

El hombre, originalmente no ha podido encontrar adecuación natural entre su ser y la realidad que lo envuelve. Se ha dicho que, a diferencia de las demás criaturas, el hombre no posee naturaleza sino historia, humana historia, que viene a ser la realidad de la que no goza con la inmediatez de su nacimiento, pues nada le es dado “naturalmente” al hombre, ni siquiera el espacio inicial sobre el que asentar su propia realidad, cosa tan opuesta a los demás vivientes, animados y hasta  inanimados, que sí se encuentran sin duda ocupando el centro de una realidad en la que ellos son por entero, de la que no se extrañan, nada en ella es motivo de duda ni de ocupación alguna. Ser y estar parecen ser una pura identidad sin fisura.

El hombre en cambio es la única criatura indigente de ser, la indigencia de su dote “natural” le alcanza no más que a disponerle a la recreación de un espacio propicio al descubrimiento de su existencia; es lo que tiene que descubrir, ya que no la tiene por entero sino a medias dada, naturalmente no se le ha regalado. De no ser así su condición, el hombre no habría hecho nunca cuestión su vida, no le sería problema alguno, no habría tampoco de ocuparse en comparecer ante sí mismo, ante su propio ser, lo que finalmente es su única y verdadera realidad, tanto como decir su verdadera “naturaleza”. En este punto aparece la Historia humana acogiendo a todos los hombres por igual, mas no habiendo sido aceptada de la misma manera por todas las culturas.

La Historia se podría definir como un esquema que sostiene y propicia la vida humana bajo un determinado argumento, pues la vida del hombre no está ahí existiendo sin más, necesita de un argumento que la sostenga, y que, de no tener, queda en precario, es el medio en que ha de  lograrse- ser el hombre como el agua lo hace con el pez o el aire con el ave, y en Occidente las esperanzas por identificar al hombre desde su indigencia, se han entregado a la Historia, a que por ella y en ella el hombre se revele.

Depositando la esperanza de su identidad en la Historia, a ciegas casi siempre, ha sostenido su diferencia frente al resto de criaturas, cada una de ellas con su ser ya fijado de una vez para siempre, ser ahistórico. Ha aceptado por tanto, ser, desde su absoluta indigencia, el único garante de su propia identidad por descubrir, y su suerte entre tanto, ha quedado pendiendo de las entrañas intrahistóricas todavía inclaras en la persona. Y por ser inclaras esas entrañas intrahistóricas de la persona, -entrañas de su íntima esperanza- su manera de presentarse a la Historia ha tenido las formas de un enigma que persiste hasta verse cumplido el momento de su resolución. La Historia y la suerte de la identidad  del hombre jugándose en ella, se le han hecho Enigma, y en ello va implícito un padecimiento, el de la propia clarificación de la persona y su realidad, pues un enigma aparece cuando queda oculta alguna clave de existencia que no librará de su padecimiento a la persona, hasta que no se dé luz a su desentrañamiento. De ello queda honda memoria en los sueños, tan próximos al mito en su manera de representar al hombre, más aún en el tiempo en que ambos, sueño y mito, fueron sentidos como el verdadero centro de la Historia humana.

Los personajes del mito, como los de la tragedia, padecen, en virtud de un ocultamiento esencial, el de su propia realidad. Claman por el advenimiento de una revelación que les ponga en visión su íntima realidad ocultada. Siendo aquello que habría de acogerles por entero, no termina de pertenecerles del todo, se les ha hecho misterio a la espera de ser desvelado, a la espera, que sería otra condición por la que se identifica el mito, la tragedia, la de estar el personaje a la espera padeciendo, padeciendo la espera de ser por una vez desvelándose la persona ahí oculta. Así se cumple para Edipo, libertador de Tebas, ciudad prometida a una muerte segura por la peste que asola su población, hasta que no sea levantada la condena que sobre ella pesa mediante una respuesta que libere la acción del Enigma. El destino de toda una ciudad ha quedado a la espera, a expensas de ser liberada o de perecer por causas más allá de la humana comprensión. El destino ha quedado así hechizado dentro de un  Enigma, un espacio de realidad que aún no se está en disposición de entender. Por tanto lo que se juega en el mito de la antigüedad es el estado del hombre ante su propia realidad, y cómo padece en ella su ocultamiento.

Las respuestas, al igual que el Enigma, parecen estar más allá del humano entendimiento, ambos son términos de un espacio de la vida por desvelar, formulados como un presentimiento inaccesible todavía al hombre, y solo puede ser revelación lo que libere, en tanto que linda con una frontera suprahumana, supera la humana acción al ser liberadora, ya que actuar no es todavía el verdadero estado del hombre -ese humano lugar lo ha encontrado en la Historia, nunca en el mito-, por ello es revelación.

En este caso, la contextura de la realidad ha quedado en suspenso, y entre tanto el destino de los ciudadanos pesa sobre ellos, pues si por algo se caracteriza la imposición de una condena es por pesar sobre la vida de quien la padece, oprime la vida, y a veces tanto que puede llegar a extenuarla.

Cuando la realidad, o la expresión de lo humano a través suya ha quedado estancada, a la espera, como en sueños sucede tanto, parece renacer el enigma arcaico que pone la vida a riesgo, en prenda de su desentrañamiento, así le ha sucedido al hombre de todos los tiempos, cuando se ha quedado inmóvil en suspenso ante un estado fronterizo que no ha podido dejar de apurar.

Así surge lentamente la Historia de la progresiva aclaración del mito, cuando sirvió de inicial argumento a la existencia del hombre. El primigenio estado de orfandad tan hostil al anunciamiento del hombre desde el mito, irá ganando nuevas formas de expresión que amparen ese inicial argumento que sostiene tan en precario lo humano. Mas hasta que llega ese tiempo, en que la Historia logre ser por entero el verdadero sostén para la vida, no habrá perdido algo en el interior de su contextura tan próximo al mito, en lo que tiene de enigmática e indigente la situación del hombre, ignorante de lo más caro a él. Irá también implícita la memoria de ese padecimiento recogido en el relato mítico, en la tragedia, en torno al drama que es vivir humanamente.

Hasta que no se aclaren las honduras de la intrahistoria que suscita la persona, no dejará de presentarse ese antiguo enigma pesando sobre la vida del hombre.

El advenimiento de la Historia en Occidente aparece atravesado por un designio de humanismo a toda costa alentado paradójicamente desde la religión. Y no deja de resultar paradójico hallar en la religión el instrumento propiciador de la independencia del hombre ante lo divino, cuando lo propio de los dioses ha consistido en acaparar para sí la vida del hombre. Muy al contrario que para el Cristianismo, donde la máxima expresión divina ha consistido en alentar el nacimiento del hombre para más tarde retirarse, sin celarlo ni perseguirlo, como han hecho de continuo los dioses. Y es cierto que para todas las religiones, el nacimiento nunca ha perdido su culpa, todo Génesis ha estado precedido de una ruptura con una realidad absoluta y una culpa a redimir, que paradójicamente para el occidental, ha supuesto la totalidad de su afirmación en esa justa y precisa situación. El Cristianismo ha mediado al afán de ser del hombre, al haber consentido el pecado de individuación que inaugura el Génesis de nuestra cultura, y es en ese mismo instante cuando ya se podría decir que la Historia se hace diáfana bajo el total amparo de la religión cristiana. En ella va inscrita la misericordia divina hacia el hombre, máxima expresión de condescendencia y promesa a él realizadas por Dios alguno, esto es, haber descendido al hombre y aún, haberse retirado sin dejar de sostener al hombre por obra de ese mismo descendimiento y encarnación, por amor al hombre.

Algo extraño y opuesto a las religiones de Oriente por ejemplo, para las que la afirmación de los seres en su existencia inmediata, -la ofrecida en ésta vida- conllevase una culpa que hubiese que deshacerse, librándolas del deseo de realización con que parece prometerse toda criatura una vez anunciada a la vida, en el mismo momento en que nace, pues el nacimiento parece ser un ofrecimiento a la vida, a que ella se cumpla en sus criaturas. Oriente parece exigir una conversión de todas ellas a través de un desnacimiento y una reintegración al seno de una más verdadera realidad que la habida en la existencia, aquella misma inicialmente rota, quebrantada por el hombre para venir a decaer en la plena indigencia de ser.

El sentido trascendental de la Historia, se ha implicado hondamente en la exigencia de ser en el hombre cristiano, quizá por hallar su conversión de modo inverso a como sea para el oriental, por la plena realización de la existencia en ésta vida, aquí y ahora.

Y la Historia, a semejanza de un Génesis primordial a medida del hombre, vendría a ser por vía de la humana creación, el intento de reconstruir los orígenes que no cesa de perseguir, que no cesan de perseguirle obsesivamente al hombre envuelto en su ensueño de ser, frente al que amanece como huésped, sin tenerlo del todo, sin serlo del todo.

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Hubo de pasar mucho tiempo hasta que de la mano de la poesía y el pensamiento se medió el nacimiento del hombre, y con él la objetivación del mundo. Sin esa operación no hubiera sido posible la clarificación de su humanidad, lo que en Arte se traducirá en la aparición del rostro humano, la parte que más hondamente guarda el misterio de su humanidad. Previo a ese acontecimiento, las primeras representaciones humanas semejan figuras hipnotizadas ante la inminencia de lo humano ahí a la espera de ser rescatado y anunciado al par. Mas hasta que así ocurriese, la aparición del rostro se mantendría como enigma también, incapaz de mayor explicitación entre el horror y la fascinación que provocaría.

El rostro, antes inimaginado, entraba de ese modo a formar parte de un universo que en virtud de esa aparición, ya comenzaba a ser mediado, más atrayente y terrorífico, ante el que enfrentaba el hombre su absoluta carencia de justificación, ser-ofrenda sin razón de ser, propiedad de los dioses muy lejos de servir de abrigo a lo humano todavía, tal como se debió sentir el hombre en aquellos cultos arcaicos hoy en día imposibles siquiera de concebir. Lo contrario al rostro fue la máscara,  inicial forma del rostro humano mucho tiempo antes de poder ser ofrecido a la luz, a ser visto por los dioses, sosteniendo un género de realidad que no permitía al hombre acceso alguno.

Solamente comenzaría a ser posible la progresiva identificación del hombre una vez se procediese a abrir un vacío en torno al medio que le circundaba. Habría de ser preciso para ello desencantar el mundo, y así lograr un espacio de ensimismamiento para el hombre, un vacío en que pensarse a sí mismo y pensar el mundo, dotando de forma la realidad inmediata absolutamente caótica e inasible, la propia del hombre y la externa a él, polimorfa e indiferenciada. Desde aquél entonces, el baluarte de la humanización hasta nuestros días se instalaba en la identificación progresiva de la realidad, que ha devuelto de manera cada vez más diáfana y esclarecedora la condición del hombre y el mundo.

Por ello no deja de ser sorprendente en este siglo, observar el proceso de abstracción -tan fronteriza a veces a la destrucción- de esa identificación del mundo y el hombre en las formas bajo las que quedaban conceptuados. La realidad así objetivada, parece ir perdiéndose, diluyéndose bajo las nuevas formas del más reciente Arte. Tanto más sorprende cuando paradójicamente el Arte ha puesto tanto empeño, siglo tras siglo, por clarificar esas formas ante las que hoy se revela por completo hostil.

La obra de Arte Moderno hace nuevamente patente el regreso al estado primitivo de la representación en torno al mundo y al hombre. En esta tesitura se reconoce el Arte actual por el triunfo a las claras del “informalismo”, que no cesa de estar presente en cada una de sus últimas apariciones. Que en el Arte ha traído la disolución de las formas bajo las que el hombre y el mundo habían quedado representados, conceptuados, es cosa patente al sentir de cualquiera que se ponga frente a una obra actual.

La cultura occidental ha crecido alentada por el sostén que ha significado para ella la objetivación del espacio y el tiempo, de los seres y las cosas, del hombre mismo, y las formas que recogían e identificaban todo ello se han quedado diluidas en la obra de Arte, se han hecho abstractas. La representación humana que había elevado al hombre paulatinamente al centro mismo de la existencia, se devuelve a comienzos del siglo XX hasta lo más hondo de su miseria para abrir otra condición de lo humano a través del Arte: la de su desfiguración, hombre y mundo aparecen vaciados de su idealización, a veces ni siquiera la figura del cuerpo humano le sirve de sostén al hombre en la pintura, la escultura modernas, la abstracción de sus formas ha llegado a suplantarlo.

Es misteriosa la avidez con que el artista moderno ha querido afrontar ese proceso que le ha tocado apurar contra la realidad toda, al destruir sus formas durante largo tiempo construidas. Y la primera de las formas atacadas con más ahínco que ninguna ha sido la humana, su rostro una vez aparecido se hunde nuevamente en el lugar que ocupó inicialmente en la noche de su nacimiento.

A la recuperación de esa antigua máscara desprendida del rostro humano, es a donde ha ido a situarse el Arte Moderno en Occidente. Las vanguardias artísticas desde finales del XIX, han ofrecido en su testimonio los efectos de la disolución del mundo, una vez que se da comienzo a la radical escisión entre el Pensamiento y el mundo, bajo los excesos del idealismo a que se ha lanzado el hombre en su andadura histórica. El Arte ha dado fe de la voracidad del idealismo sobre el que ha caminado el hombre occidental durante tantos siglos, a medida que iba ensoñándose en el triunfo que le granjeaba su propia objetividad y la del mundo. Hoy son huellas, ruinas esas formas imperantes antaño, las formas de la glorificación de lo humano hoy decaídas a los ojos del Arte, en prueba del extremo culto que ha llevado al hombre a darse en prenda de su empeño por querer ser a toda costa, en la Historia.

El irrenunciable informalismo es el síntoma por el que se reconoce el Arte actualmente, dando a luz el estado anterior de cosas y seres, y entre ellas al hombre, retrotrayéndolas al tiempo anterior en que sobre ellas asentase forma alguna. En este punto subsisten las formas de lo humano en el Arte, a la espera una vez más de renacer.

La realidad se ha presentado nuevamente despojada de identidad, desposeída de las formas de su idealización, y es que forma es identidad, contextura que provee la integridad que todo ser reclama, y que de no tener será padecida como una obstaculización a su final nacimiento. Con la disolución de las formas, todo género de existencia parece haberse devuelto al estado originario que tuvo alguna vez como simple materia en estado larvario, la realidad se ha rebajado a su mínima presencia de elemento, de estructuras mínimas y geometrías que anuncian vida aún por resolverse, momentos de la materia capturada en su misma gestación. Habrá que esperar nuevamente hasta que pueda producirse finalmente el nacimiento que se presiente en las “proto-formas” que nos muestra el Arte actual, vida latente, mas aún en estado de gestación.

Fragmentos ahí aparecidos de lo que siglos antes fueran entidades plenas de propiedad (el hombre, sus pasiones, la naturaleza, sus criaturas...). Todo ello resiste pavorosamente en su hermetismo la pobreza de su ser, experimentándose un regreso de vuelta a los inicios para abismarse en ellos, en ese punto cero de la soledad en que se debió producir el comienzo de la Creación, y que ha querido alcanzar el hombre de Occidente, quedándose solo, al par que extendía su manto de soledad a toda forma de existencia, creyendo tal vez al reducirla al mínimo de su expresión posible, al mínimo de su forma posible también, contemplarla como debió de ser en ese tiempo de vacío primordial por el que debe pasar toda existencia al prometerse, y de ese modo asistir al Génesis que le fue negado.

Su afán de ser en su rebeldía, desde su indigencia y su miseria, mas hombre, a la manera de Job, polvo que al polvo volverá ¡pero hombre!, que por eso reclama nada menos de Dios entrar en razones con él, al Dios de la Creación. Al hombre criado a la vera de su revelación por vías del Cristianismo algo de su identidad se le ha quedado prendida al momento original del Génesis, momento de la Creación que persigue tras su sueño de ser.

Mas al mostrar el Arte esa miseria, ya se dispone a mediar un nacimiento. El Arte es mediador, hace nacer igual que la Poesía lo que se encuentra en trance de gestación, aquello que aún no ha nacido siquiera y padece su ocultamiento, aunque las razones poéticas del Arte parecen haberse retirado cediendo el espacio de su acción a otro género de razones, las del Pensamiento, instalándose totalitarias en la vida de Occidente al tiempo que la Historia se anclaba a ellas.

Aparecer el Arte en nuestros días precario de Poesía, inundada en conceptos su naturaleza plástica, tan extraña a ellos, se ha convertido en lenguaje de conceptos cuestionándose su naturaleza poética hoy tan empobrecida por tener que recoger con infinita misericordia la triste situación de la realidad desalmada.

Ambas, Poesía y Arte, comparten un destino común mediador de toda creación, mucho antes que lo pueda hacer el Pensamiento, que siempre habrá necesitado esperar de ambas la bajada a las honduras en que tiene lugar el oscuro instante del nacimiento, que luego se apropiará la filosofía, la ciencia, el pensamiento y clarificarán, una vez ya esté fuera de ese recinto al que nunca descenderían. El comparecimiento verdadero ante el alumbramiento de todo ser y toda vida siempre será obra de la Poesía primero, seguida del Arte, al aceptar bajar a esas raíces que eternamente estarán a oscuras, inclaras, hostiles a ser ordenadas ni conceptuadas. Por ello la Poesía y el Arte siempre han andado en tratos con lo inclaro, con lo oscuro, y esa ha sido su mayor esperanza, mediar la creación localizada en ese centro de la vida, a veces terrorífico, en que anida el amor entrañado a oscuras en su centro, desde donde germina.

Ese fondo de la esperanza fue el que dio pié en Grecia al nacimiento del hombre, cuando no se había realizado la escisión con que el Pensamiento se pronunció totalitario más tarde en Occidente, triunfante ante las razones tan diferentes de la Poesía. Tan triunfante y violento fue su ascenso hasta la modernidad, que al Arte ahogada su Poesía por ese imperar contrario, se le ha hecho imposible mediar de nuevo un nacimiento.

En estos últimos cinco siglos, la llamada época moderna ha violentado esa labor de mediación creadora encargada a la Poesía, al Arte. Ambas se han abocado a la esterilidad frente al panorama repleto de ruinas incapaces de gestación alguna. El Arte ha debido aceptar permanecer estéril, sometido a un género de razones en detrimento de otras más caras a él, pues el designio de humanización en que se volcó el hombre en Occidente, no supo aceptar ni convivir con ellas. En Europa, el Arte ha caminado tutelado bajo la mirada atenta y recelosa del Pensamiento, quizá por carecer este último de la capacidad mediadora que tuvo en un tiempo pasado la Poesía. Así lo refleja la inspiración conceptual con que el Arte Moderno reviste de filosofía sus creaciones, y aún, sus problemas, como es éste de las formas.

Luis Sáez Flores

Madrid 2007

 

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