Recordáis que la filosofía tiene un destino errante, puesto
que consiste en pensamientos eternamente vagando por el aire en espera
de que alguna mente generosa se apiade de ellos y los piense. Mi pueblo
de nacimiento y yo mismo también hemos sufrido ese destino: errar,
vagar. La filosofía obtiene su ser de los sentimientos y de las
emociones, por lo que necesita cabezas que la piensen y corazones que
la sientan.
Es amor, amor a todo lo que existe; gusta de lo original y se pregunta
por las cuestiones últimas de la vida. Es ajena a todo poder y
se burla de toda grandeza, que oculta falsedades. Tampoco es amiga de
la ostentación, la vanagloria, las pompas y vanidades de nuestras
rutinarias vidas. Huye de la hipocresía y de la falsedad, porque
consiste en Verdad, Belleza y Bondad, que os desea a todos.
Amar es conocer, y su conocimiento es radical, quiere llegar a las verdaderas
raíces de las cosas sin quedarse por las ramas. Llega a la esencia,
a lo último, a lo que más importa. Es audaz pregunta
por lo innombrable, opina con libertad, cuestiona el llamado “sentido
común”, contrasta, duda, llama a las cosas por su nombre
sin eufemismos.
Adquiere vida plena,
sobre todo, fuera de las aulas y de los libros de texto, pues su saber
no se aprende por repetición de profesor
a alumno, sino que se provoca por mayéutica y no se mide por baremos
numéricos ni por encuestas.
Pues yo he querido ser digno hijo de ella.
Nací en el siglo XVII,
al cual pertenezco con todo mi ser. Ahora veréis porqué hago
esta afirmación. Ésta fue una época deslumbrante y combativa.
Tiempo de efervescencias espirituales y guerras religiosas; guerras civiles,
revoluciones, invasiones y actos de limpieza étnica. El comercio llegó a
adquirir unos niveles nunca pensados a nivel internacional. Se formaron los
imperios globales, las principales capitales se ornamentaron y se urbanizaron.
También nos visitaron terribles plagas que ya parecían olvidadas,
y sufrimos incendios épicos.
Surgió una nueva ciencia y fue la época que permitió la
superación de los valores medievales, para llevar a la humanidad
hasta la modernidad. Todo ello iba a formar una parte importante de mi
persona y de mi vida.
Fui el primero que intenté dar
respuesta a las viejas preguntas de la filosofía desde una perspectiva
claramente moderna. Mi concepto de dios camina acorde a las ideas de
la ciencia moderna. Acorde con el universo revelado por la ciencia moderna,
regulado por la causa y el efecto de las leyes naturales, sin propósito
ni diseño.
Y el ser humano, ¿qué decir
de los seres humanos, los reyes de la creación? El ser humano cobra
nuevo sentido con la nueva ciencia. El antropocentrismo cede paso al
heliocentrismo. El hombre, creado a imagen de Dios, ya no es el centro del
universo, ni quien lo gobierna. La pretensión de ocupar un lugar privilegiado
en la naturaleza ha caído hecha añicos.
Tengo ascendencia española.
De aquellos miles de desgraciados que, víctimas una vez más de
la intolerancia religiosa y política, fueron arrojados de sus casas
y de su patria, por unos Reyes llamados Católicos, a finales del siglo
XV. Mis ascendientes participaron muy activamente en la economía y en
la cultura de sus países. Pero la intolerancia personificada en la nueva
figura del inquisidor, obligó a mis antepasados a elegir entre la hoguera
o el exilio. Todos fueron considerados enemigos de la fe.
Muchos buscaron refugio en
Portugal, en una primera instancia, como nueva tierra de promisión,
hasta que esta nueva tierra se les volvió inhóspita, se contagió de
los aires intolerantes que le llegaban por el este y terminó arrojándolos
al mar. Este viejo sino de eterno caminar errante, de nuestro pueblo judío,
iba a marcar también mi propio destino.
De esta manera y, tras diversas
vicisitudes, mis padres pudieron encontrar la que parecía nuestra tierra,
nuestra tierra prometida. Era un país pequeño, de solo dos millones
de habitantes, pero que fueron capaces de construir un imperio global,
a la vez que produjeron un número improbable de grandes artistas, científicos
y filósofos de importancia histórica, y sentaron las bases de
la práctica política y económica que iba a dar forma al
mundo moderno. Era la época dorada de la República Holandesa
La capital, Ámsterdam,
había multiplicado por cuatro su población en poco tiempo, y
había llegado a convertirse en el centro indiscutible del comercio mundial.
Era la primera ciudad de Europa, deslumbrando por sus espléndidos edificio
públicos, elegantes mansiones privadas, arbolados, canales, fanática
pulcritud de sus habitantes, escaso índice de criminalidad, abundantes
y bien equipados hospitales, innovaciones en los métodos militares,
maravillas científicas y tecnológicas, como las modernas farolas,
los relojes, los telescopios y microscopios.
Lo que más llamaba
la atención en esta tierra de promisión, era la extraordinaria
libertad de que gozaban sus gentes; lo que benefició el desarrollo de
las artes y de las ciencias. Por fin habíamos encontrado unas tierras
en las que parecía gobernar el pluralismo democrático y liberal,
y en las que la tolerancia. hacía presagiar años de felicidad.
Aquí, en este ambiente
y en esta ciudad de Ámsterdam, vine al mundo un 24 de noviembre de 1632.
Tuve la desgracia de quedarme sin madre siendo muy niño, con apenas
siete años, y, a su muerte, entré en la escuela judía.
Muy pronto mis preceptores
me consideraron un alumno precoz. Amante del pensamiento ya desde mi niñez,
lo alimentaba cada día con diálogos y debates. Sin tener quince
años planteaba cuestiones que los judíos más eruditos
no sabían responder.
Me hicieron aprender de memoria
las Escrituras. Más tarde, en mis posteriores críticas a las
mismas, no sé si mis preceptores lamentarían habérmelas
hecho aprender de memoria. Mi maestro, el rabino mayor Saúl Morteira,
pronto se fijó en mi persona. En sus clases la disciplina era férrea
y nadie podía tener una opinión diferente a su autocracia. Los
alumnos que no le seguían eran expulsados y los no circuncidados eran
condenados.
Esta situación contrastaba
con el ambiente de tolerancia y libertad que imperaban en la ciudad y en toda
la república.
Cuando cumplí 17 años
murió mi hermano mayor, por lo que mi carrera, para convertirme en rabino
de nuestra comunidad judía, quedó frustrada, y tuve que ocuparme
de los negocios de la familia. Una serie de desastres y la muerte de la mayoría
de la familia hacen que a los 21 años dirija una empresa que iba camino
de la bancarrota.
Para sobrevivir fui pulidor
de lentes para telescopios y microscopios. Empezaba colocando un trozo de cristal
en un torno accionado por un pedal. Luego, bombeando con los pies, aplicaba
un paño abrasivo al cristal, lo que levantaba nubes de polvo de cristal
por toda la habitación, cubriendo el torno, el suelo, su ropa y sus
pulmones. Tras recortar las lentes, en una curva especificada con una precisión
de fracciones de milímetro, pulía enérgicamente la áspera
superficie de la misma hasta conseguir un acabado transparente.
Este trabajo ayudó a
quebrar mi salud.
Comenzó mi interés
por la filosofía. Leía lo que llegaba a mis manos y estaba al
día de las nuevas doctrinas del filósofo más famoso, que
vivía en mi misma ciudad. Descartes ya era famoso en toda Europa. Fui
su expositor y su mayor crítico, siguiendo sus propias enseñanzas: “Nada
debe ser considerado como verdadero, excepto aquello que haya sido probado
con buenas y sólidas razones.
Siguiendo este lema cartesiano,
fui dándome cuenta de que muchas verdades de la Biblia y del propio
Descartes caían bajo el lema.
Comencé a tener mis
propios pensamientos, lo que me llevaba a estar cada día más
lejos de las enseñanzas de mis maestros judíos. Las enseñanzas
que había recibido de niño ya no me servían ahora. Yo
había crecido en todos los sentidos y las ideas de mi niñez me
quedaban pequeñas, al igual que mis pantalones de niño.
Yo me daba cuenta del ambiente
que iba surgiendo a mi alrededor. Escuchaba los murmullos y los cotilleos acerca
de mis nuevos pensamientos. “Dice que la Biblia ha sido escrita por el
hombre, que el alma no es mortal y que Dios es una masa corpórea. Afirma
que el mundo material es una parte de Dios.
Estas opiniones eran unas
herejías espantosas tanto .para los judíos como para los
cristianos de la época.
A los 24 años, fui
expulsado de mi comunidad y de todas las comunidades judías, por tener
y defender mis propios pensamientos, por tener la osadía de pensar
por mí mismo, por unas opiniones supuestamente heréticas. Incluso
mi vida corrió serio peligro. La intolerancia de pensamiento había
regresado a nuestras vidas.
Los teólogos que querían
preservar el orden tradicional me consideraron un monstruo; y fui maldecido
por los judíos. El 27 de julio de 1656 fue leído en voz alta
en la sinagoga de Ámsterdam este veredicto de excomunión o cherem:
“Los
señores del mahamad…. Habiendo tenido conocimiento de
las perversas opiniones y acciones de Baruch de Spinoza, han intentado
por varios medios y promesas apartarle del mal camino. Pero no habiendo
podido reformarle, sino más bien al contrario, recibiendo diariamente
más información sobre las abominables herejías
que practicaba y enseñaba, y sobre las monstruosas acciones
que cometía, y teniendo de ello numerosos testimonios fidedignos
que ha aportado a este efecto varios testigos en presencia del
tal Spinoza, han decidido…. Que el tal Spinoza sea excomulgado
y expulsado del pueblo de Israel… Maldito sea de día
y maldito sea de noche; maldito al acostarse y maldito al levantarse.
Maldito sea al entrar y maldito sea al salir. No quiera el Altísimo
perdonarle, sino que su furor y su celo abracen a este hombre, lance
sobre él todas las maldiciones escritas en el libro de esta
Ley, y borre su nombre de bajo los cielos.
El aguijón de la excomunión
venía al final de esta sarta de maldiciones. Prohibía a todos
los miembros de la comunidad relacionarse con el convicto, bajo pena de aplicarles
el mismo castigo. Ni siquiera su familia podía hablar, hacer negocios
o compartir la comida con él. A todos los efectos, estaba muerto para
ellos.
Yo sabía que las excomuniones
solían ser advertencias más que castigos, y duraban días,
semanas, siendo reversible si se daban las condiciones y conductas necesarias.
Mi amigo Juan de Prado fue
excomulgado ese mismo año, por lo que alababan al rabino Morteira, mi
antiguo profesor, de haber limpiado de espinos el prado de la sinagoga.
Más tarde Prado se
retractó y admitió haber pecado y cometido un error.
No pasó por mi mente
la intención de retractarme de algo en lo que creía firmemente,
sino que, al contrario, escribí una Apología. Era semejante
a la Apología que Platón había escrito en defensa de su
maestro Sócrates, cuando fue condenado a muerte. Era una defensa de
todas las opiniones por las que había sido excomulgado.
En ella defendía las
ideas que se contenían en mi obra “Tractatus Theologíco-Políticus” que
había publicado en 1670: Una crítica razonada a la Biblia, y
una defensa de un estado secular basado en el principio de la tolerancia. Quise
defender la libertad de pensamiento; ese fue mi gran pecado.
En 1668 mis amigos, los hermanos
Koerhagh fueron perseguidos por sus ideas y acabaron trágicamente.
Nunca, en mi corta vida, lamenté las
acciones que habían provocado mi expulsión de la comunidad judía
de Amsterdam. Ante el veredicto de excomunión reaccioné con
toda serenidad: “Entro con mucho gusto en la senda que se abre ante mí,
con el consuelo de saber que mi partida será más inocente que
el éxodo de Egipto de los antiguos hebreos”.
La excomunión ocupó un lugar
muy decisivo en mi vida. Determinó cómo iba a vivir en adelante.
Tuve que abandonar la ciudad y abandonarme a la merced de la recién
estrenada tolerancia de la sociedad holandesa. Ya no me consideré judío,
sino un ciudadano de una república libre. Mi filosofía de madurez
sería una celebración del espíritu liberal que caracterizaba
a la tierra de adopción de mis padres.
Mi primera gran
obra original publicada fue el Tractatus Theologico-Politicus, en 1670. En
ella me dirijo a mis compatriotas holandeses agradeciéndoles su
tolerante acogida. Lleva por subtítulo “donde se demuestra no
solo que la libertad de filosofar puede darse sin perjuicio para la piedad
y la paz civil, sino también que dicha libertad no es posible si no
es acompañada de la piedad y de la paz civil.”
La obra, aparentemente inocente,
causó una gran impresión. Proponía un orden político
completamente nuevo, moderno, basado en el principio de la tolerancia, según
el cual los individuos tienen el inalienable derecho de expresar sus propias
opiniones en los asuntos de conciencia.
El grueso del Tratado está dedicado
a un análisis de la Biblia. En él propongo demostrar que la Biblia
está llena de puntos oscuros y que se contradice de una forma desmedida,
que el Pentateuco no ha salido de la pluma de Dios, ni de Moisés ni
de ningún otro autor en solitario, sino que es obra de varios escritores
muy humanos a lo largo de un gran período de tiempo, que los judíos
no fueron el pueblo elegido por Dios, que los milagros de los que da parte
la Biblia son imaginarios y, a menudo, están mal informados (Josué y
el sol), que los profetas no tenían ninguna clase de poderes especiales
para poder predecir el futuro, sino que tan solo tenían un talento
especial para elaborar sus intuiciones morales en un lenguaje muy pintoresco
y adaptado a las preconcepciones y prejuicios de la gente corriente.
Escribo mis puntos
de vista sobre las Escrituras por tres motivos:
1.- Los prejuicios de los teólogos, principal obstáculo
para que las personas piensen.
2.- Para desmentir la acusación de ateismo sobre mi persona.
3.- Reivindicar la libertad de pensamiento, de filosofar y de decir
lo que piensa, suprimida por el autoritarismo de los predicadores.
El libro hace una lectura
secular e historicista de la Biblia, que hoy extrañaría poco
y explica que la Biblia ofrece verdades morales y no factuales.
Para aquella sociedad era
un sacrilegio y yo lo sabía. Pero fiel a mi conciencia también
sabía que “el supremo misterio del despotismo, su soporte principal,
es mantener a los hombres en un estado de engaño, y bajo el especioso
título de religión, encubrir el miedo con el que tiene que mantenerlos
a raya para que luchen por su servidumbre como si lo hicieran por su salvación”.
Al despojar a la Biblia del
misterio se destruye el orden teocrático reinante. La religión
establecida, no es más que “la reliquia de la antigua esclavitud
del hombre”. Y es utilizada por muchos “con una insolencia absolutamente
vergonzosa” para usurpar los derechos legítimos de la autoridades
civiles y para oprimir al pueblo.
En mi obra cumbre la Ética
repito la acusación, el teócrata denuncia a aquellos que niegan
los milagros, porque “la eliminación de la ignorancia comporta
la desaparición de este asombro que constituye el único soporte… para
salvaguarda su autoridad”.
Aquí y en algunas de
mis cartas privadas dejo clara mi opinión de que la religión
organizada, especialmente la católica, es realmente un fraude organizado.
Un engaño en gran escala, una forma de explotar la ignorancia y el temor
de las masas supersticiosas para aprovecharse de ellas.
No me limito a salir en defensa
de los intereses especiales de los filósofos, ni restrinjo mis demandas
a la garantía de ciertos derechos individuales por el estado existente.
No soy partidario de la revolución violenta (que crea más problemas
que los que resuelve), pero reclamo el derrocamiento de un sistema de opresión
tiránico e injusto.
En las últimas secciones
del Tractatus esbozo a grandes rasgos una teoría política radical
e intrínsecamente moderna. Me propongo reemplazar una concepción
teocrática del estado por una concepción basada en principios
seculares. Según los teócratas el estado es el representante
temporal de un orden divino. El propósito del estado es servir a Dios,
y el papel de los eclesiásticos es decirle al pueblo qué es lo
que quiere Dios. El propósito del estado es servir a la humanidad y
es el pueblo el que tiene que decirle al estado qué es lo que quiere.
Fundamento la legitimidad
de la autoridad política en el interés personal de los individuos.
Todo se guía por interés personal.. “Cuanto más
se esfuerza cada hombre y más busca su propio beneficio, más
virtuoso es”, bajo la guía de la razón
El ser humano que se mueve
por interés personal tiene mucho que ganar con la cooperación.
Fuera de la sociedad los humanos viven en circunstancias miserables. Creo,
al igual que Hobbes en una especie de contrato social por el que los individuos
ceden sus derechos a un soberano colectivo para adquirir las ventajas de vivir
bajo el imperio de la ley. La función del estado es proveer la paz y
la seguridad que posibilitan que unos individuos naturalmente libres cooperen
entre sí y de este modo se realicen a sí mismos. “El propósito
del estado es la libertad”.
El contrato social no consiste
en renunciar a los derechos individuales, como defiende Hobbes, sino que el
contrato debe ser constantemente renovado, y si el estado no cumple su parte
del trato, la ciudadanía tiene derecho a revocar el acuerdo. Además
hay unos derechos que nadie puede ceder, como el derecho a pensar y a tener
sus propias opiniones, “libertad de conciencia”. En lugar de monarquía
absoluta (Hobbes), propongo la democracia.
La defensa de la democracia
como defensora de los derechos individuales era muy avanzada y audaz para mi
tiempo. Fui el primer filósofo realmente moderno, precursor de los teóricos
que más tarde avalarían la Constitución de los Estados
Unidos, de la Revolución Francesa, y el resto del orden democrático
liberal y secular de la actualidad.
Hacer que las multitudes se
comporten racionalmente no es una tarea fácil, dada la influencia de
la religión. Una de las formas de mantener a raya la superstición
de las masas es permitirles canalizar sus energías hacia el comercio,
de modo que estén muy ocupadas haciendo dinero y se vuelvan inmunes
a las artimañas teocráticas. La otra forma es desarrollar una
religión popular compatible con los intereses del estado. Este tipo
de religión es muy beneficiosa para el buen funcionamiento de la sociedad.
Controlada por las autoridades civiles, y las doctrinas suministradas y sus
cargos ocupados, no por sacerdotes ni profetas.
A ojos de los filósofos
esta religión de estado lleva consigo una mentira. Es más sensato
mantener al hombre de la calle alejado de la verdad. “Si supiera que
las doctrinas de la fe son falsas, sería, por fuerza, un rebelde.
Los aspectos exotéricos
y esotéricos de mi filosofía buscan la verdad en el segundo sentido.
La publicación del
Tractatus Theologico-politicus no logró mejorar mi reputación,
sino todo lo contrario. Dio lugar a una conflagración de denuncias comparable
a la que dieron las doctrinas de Darwin dos siglos más tarde.
Primero se atacó el
libro, pues se publicó anónimamente, pero pronto se conoció al
autor y los ataques fueron personales.
Los teólogos de Holanda
condenaron las “atrocidades” y “Obscenidades” del libro.
En julio de 1670 un sínodo lo declaró “el más vil
y sacrílego de los libros que había visto jamás el mundo”.
Otro cónclave de pastores holandeses determinó “buscar
conjuntamente los más apropiados medios para evitar que el tal Spinoza
continúe difundiendo su impiedad y su ateismo por estas provincias”.
En el resto de Europa los
defensores de la fe, de cualquier fe, estuvieron pronto compitiendo para ver
quien superaba al otro en condenas contra mí y mi libro. Los impulsos
sádicos encontraron salida en las diatribas de los ortodoxos. Un obispo
en París sugirió que “merecía ser cubierto de cadenas
y azotado con una vara”. Otros críticos escribían “es
el más impío, el más infame y al mismo tiempo el más
sutil ateo que el infierno ha vomitado sobre la tierra”.
Todo esto contribuyó a
que mi fama se extendiera y fuera conocido en toda Europa para lamento de los
defensores de la fe tradicional. Nadie se mostraba partidario ni me defendía,
al menos públicamente.
Desde este momento no pude
vivir tranquilo y tuve pendiente la espada sobre mi cuello. El lema que llevaba
en mi anillo que usaba como sello, decía cautela. En la Ética
explica que la virtud de un hombre reside en saber evitar los peligros y en
superarlos.
No sé si fui valiente
al publicar mi libro y al defender mis propias creencias. Un judío proponiendo
estas teorías, ridiculizando a los profetas, negando la existencia de
los milagros, desacralizando la palabra de Dios, tenía que ser acusado
de ateismo. Yo lo veía razonable y pensaba que los demás lo verían
igual. Yo me quedaba estupefacto ante estas reacciones y exclamaba, “pero
si solo digo la verdad”.
También tenía
cierto anhelo de gloria, como todo revolucionario. Ya no era solo defender
mi honor, sino el de muchos individuos. Con mi ideal de república libre
hice ondear mi bandera en nombre de todo el pueblo. Me había situado
a mí mismo en el centro de una espléndida narración histórica;
me había convertido en la cabeza de una lucha por la libertad cuya escala
era toda la civilización. Atravesé la línea del interés
personal hacia el bien común. Estaba dispuesto a sacrificar mi propia
supervivencia por la libertad de mi pueblo, a cambio de conquistar la gloria
de los héroes rebeldes cuyas vidas tienden a terminar con una
cabeza cortada clavada en la punta de una estaca desfilando ante la multitud.
El
lema de mi filosofía podría ser: “Nada
hay en la naturaleza que sea más útil a un hombre que
un hombre que viva según la guía de la razón”. “El
hombre es un dios para el hombre”. Las filosofías dialogan
con todas las demás filosofías…
Los
temas de mi filosofía son los mismos que los de cualquier otro
filósofo de mi época. Tratan sobre Dios, la mente y la
bienaventuranza, la salvación. Expuse estos mismos temas de
forma novedosa, moderna; para algunos, revolucionaria. Comienzo
a filosofar a partir de Dios. Yo no inventé la idea de un estado
secular basado en el interés personal, pero sí fui el
primero en percibirlo con claridad.
A finales del XVII
la desconcertante diversidad de credos religiosos que surgió de la reforma,
la variedad de la experiencia humana expuesta en la vida pública que
había traído el desarrollo económico y social y la urbanización,
y la calidad manifiestamente secular de los gobernantes supuestamente divinos
que emergieron al frente de las administraciones nacionales, lo que había
convertido a Spinoza en doble exiliado, habían convertido de facto en
obsoletos los viejos ideales teocráticos.
El problema de la autoridad,
es decir la fuente de la legitimidad del poder político había
sido ya motivo de intensa preocupación entre pensadores como Hobbes
y Maquiavelo. Mi filosofía ratifica este mundo secular de interés
personal. Abracé la modernidad como un nuevo ideal, el ideal de la república
libre. Los mismos rasgos de la modernidad, para muchos sus males característicos:
la fragmentación social, el laicismo y el triunfo del interés
personal, eran para mí las virtudes fundadoras del nuevo orden mundial.
Éste
fue el tema estrella del S. XVII, bien fuera debido a la asombrosa
diversidad de doctrinas religiosas que surgieron de la Reforma, que
produjo un sinfín de nuevas concepciones de la divinidad, bastante
antagónicas, que llevó a teorizar sobre el tema; bien
el tono cada vez más secular de la vida pública y económica;
bien el desarrollo de la ciencia moderna, que llevó a los teólogos
a teorizar sobre el Todopoderoso.
Ningún pensador del
siglo dudaba de la existencia de Dios, sino de su función. En el mundo
moderno de la ciencia ¿cuál es la función de Dios? ¿Y
el ser humano? ¿Qué es este ser tan distinto a los demás
seres de la creación? Si la ciencia conseguía explicar todos
los fenómenos de la naturaleza, a partir de unos principios puramente
mecánicos, parecía claro que el viejo Dios de los milagros se
quedaría sin trabajo.
La ciencia y la religión,
Dios y la Naturaleza se encontraban enzarzados en un conflicto irreconciliable,
al parecer de los filósofos del siglo.
La respuesta que ofrezco
en mi Éthica y que ya tenía clara desde el comienzo de mi filosofar,
es que Dios y la Naturaleza no están en conflicto, porque Dios es la
Naturaleza. “Yo no distingo entre Dios y la Naturaleza como han hecho
todos aquellos de quienes tengo conocimiento”. “Deus sive Natura,
sive Sustancia”.
Esta filosofía podría
considerarse como la primera religión de la era moderna. O la restauración
de la más antigua.
La Naturaleza es aquello que
hace que todas las demás naturalezas sean lo que son. Es la esencia.
La esencia del mundo es aquello que hace que el mundo sea lo que es.
El concepto de Naturaleza
y toda mi la filosofía son inteligibles, no hay nada misterioso, no
hay deidades inescrutables tomando decisiones arbitrarias. Todos los
fenómenos caen bajo el ámbito de la indagación racional,
aunque hoy no pueda ser conocido.
Dios es la causa de todas
las cosas. “Es la causa inmanente, no su causa transitiva, exterior a
su efecto, como un relojero es la causa de su reloj.
Una causa inmanente está dentro
o la lado de aquello que causa. La naturaleza de un círculo es la causa
de su redondez. Dios, como causa del mundo, no está fuera de él,
sino dentro de él y subsiste con él. “Todas las cosas
están en Dios y subsisten en él”.
Dios es la Sustancia, aquello
sobre lo que los atributos –las propiedades que hacen que una cosa sea,
o lo que es- se posan. Es lo verdaderamente real. Una sustancia no puede ser
atributo de otra sustancia.
Hasta ahora se admitían
infinidad de sustancias, pero demuestro que solo puede haber una, con
infinitos atributos. Solo Dios es sustancia, un ser que subsiste por sí mismo
y que puede concebirse por sí mismo”.
Todo lo demás son modos
de un atributo de esa Sustancia o Dios. Son la maneras en que esa Sustancia
manifiesta su esencia eterna. “Todas las criaturas son solamente modos”.
La consecuencia queda patente: “Las
cosas no pueden haber sido producidas por Dios de ninguna manera o en ningún
otro orden que el efectivamente existente”. La relación de Dios
con el mundo es como la de una esencia con sus propiedades. Dios no puede decidir
un día hacer las cosas de un modo distinto, del mismo modo que un círculo
no puede elegir no ser redondo.
Que pensemos que las cosas
podrían haber sido de otra manera, contingentes, es desde nuestra naturaleza,
desde nuestro punto de vista. La existencia no pertenece a la esencia de nada,
exceptuando a Dios.
No podemos comprender la completa
y específica cadena de causas que hacen un ser necesario, por lo que
nos parecen contingentes.
Dios es libre, pues libertad
es actuar de acuerdo a la propia naturaleza.
Admito que pueda, tal vez,
ser difícil acceder a saber qué es Dios, pero sí podemos
saber lo que no es. No es el Dios de las escuelas dominicales de catequesis,
ni el de las lecturas bíblicas. No es ese ser sobrenatural que se levanta
una mañana y decide crear un mundo y que al cabo de una semana
se para a contemplar su obra. Dios no tiene ninguna clase de “personalidad”.;
no es macho ni hembra; no tiene pelo, ni preferencias; no es diestro ni zurdo;
no duerme, sueña, ama, odia, decide o juzga, no tiene voluntad o “intelecto” de
la forma en que habitualmente se entienden estos términos.
Tampoco tiene sentido decir
que Dios es bueno. Son nociones relativas a nosotros. No interviene en el curso
de los acontecimientos –pues equivaldría a invalidarse a sí mismo-
ni tampoco hace milagros, pues sería contradecirse a sí mismo.
Sobre todo no juzga a los individuos, ni los manda al cielo o al infierno. “Dios
no dicta leyes a la humanidad para premiarla si las cumple o castigarla si
las trasgredí”. Las leyes de Dios no pueden ser transgredidas.
Somos dados al antropomorfismo.
Creemos que Dios es como nosotros. “Si un triángulo pudiese
hablar, diría que Dios es triangular”.
“Dado que tenemos
la buena fortuna de vivir en una comunidad en la que la libertad de juicio
está plenamente garantizada al ciudadano individual, que puede rendir
culto a Dios como le plazca, y en la que nada es tenido en mayor estima ni
como más valioso que la libertad, creo que no emprendo una tarea ingrata
o infructuosa al demostrar que esta libertad no solamente puede garantizarse
sin poner en peligro la piedad y la paz de la comunidad, sino que la paz de
la comunidad y la piedad dependen de esta libertad”.
Este mismo espíritu
de libertad es el que irradia del núcleo mismo de mi metafísica.
Dios – el principio y el fin de mi pensamiento -, es la “única
causa libre”, y la aspiración más alta de todo filósofo
es participar de esta divina libertad, para convertirse en un hombre libre.
En mi nuevo estatus de judío
apóstata conocería pronto los límites de esa misma libertad
holandesa. Los vituperios de los rabinos llegaron a parecerme unas amonestaciones
muy ligeras comparadas con el vitriolo que me iban a deparar los teólogos
cristianos. Expulsado de la comunidad judía, padecí un doble
exilio – era un paria marginado por partida doble. Para los judíos
era un hereje, para los cristianos era, además, un judío.
Esta situación de exilio
doble llegaría a ser asimismo una parte esencial de mi filosofía.
Situado en los márgenes más extremos de la sociedad, esta posición
me permitió ver con claridad que el viejo Dios se estaba muriendo y
que su teocrático gobierno sobre la tierra se estaba desmoronando. Y
desde esta posición concebí su remedio para el pensamiento moderno
.
Defendí la sociedad
secular y tolerante en la que un hombre como yo ya no sería considerado
un exiliado. En mis especulaciones metafísicas descubrí una divinidad
muy alejada de las coacciones impuestas por la tradición, la ortodoxia,
la superstición y todas las demás fuentes de la que brota la
opinión mayoritaria, un Dios despojado de su poder de pronunciar decretos
arbitrarios, responsable solamente ante la luz universal de la mente, la guía
espiritual de la razón.
La excomunión que padecí,
no solamente definió mi filosofía, sino que configuró y
puso de manifiesto toda mi personalidad. Alguien me encumbraba como persona
extraordinaria, con una personalidad tan rara como rica en paradojas y lucidez
intelectual. Ser expulsado de mi propia comunidad en los términos más
duros a causa de unas opiniones no publicadas y a la edad de veintitrés
años es ciertamente un insólito logro; ser más tarde considerado
como “el hombre más impío del siglo” – y acabar
siendo uno de los filósofos más influyentes de la historia – confirma
que no fue un simple accidente.
También han dicho de
mí: Fue el fundador del pensamiento moderno Era un individuo extraordinario;
persona capaz de cambiar la historia.
“Su conversación
era tan genial y las comparaciones que hacía tan acertadas, que todo
el mundo, sin apenas darse cuenta, se mostraba de acuerdo con sus puntos de
vista. Era persuasivo, aunque no adoptaba un tono refinadamente afectado ni
una dicción elegante. Se hacía entender tan bien, y sus disertaciones
estaban tan llenas de sentido común, que nadie le escuchaba sin derivar
de ello una gran satisfacción… Tenía una mente penetrante
y un temperamento complaciente. Sabía muy bien cómo sazonar su
ingenio para que tanto el más amable como el más severo encontrasen
siempre en él encantos muy peculiares”.
En
estas primeras declaraciones de mi manifiesto político, es posible
detectar atisbos de la política de liberación radical
con la que me comprometería muy pronto., aunque mi principal
objetivo es salvaguardar la salvación personal de posibles interferencias
políticas
La idea ortodoxa de Dios
es uno de los puntales de la tiranía. Los teólogos promueven
la creencia en un Dios temible, justiciero y punitivo para conseguir la obediencia
de las masas supersticiosas.
Mi concepto de la divinidad
es tan claramente la antítesis del concepto teocrático que se
piensa que lo inventé para salvarme yo o para destruir el orden político
imperante.
Mi concepto de Dios no es
una intuición, ni una revelación ni una preferencia, sino que
se sigue de la guía de la razón. Lo veo tan claro como una demostración
geométrica. “Lo sé de la misma forma que sé que
la suma de los tres ángulos de un triángulo es igual a dos ángulos
rectos”. Cualquier persona razonable lo verá igual que yo.
¿Y
el ser humano? Tradicionalmente se había considerado como el
centro del universo, creado a imagen y semejanza de Dios, como último
fin de la creación.
Los descubrimientos científicos
de Copérnico, Galileo, Newton, etc., fueron invalidando estas creencias.
El filósofo Descartes
había distinguido dos clases de entes en el mundo: Cuerpos y mentes.
Los cuerpos consisten en ser extensos y se mueven mecánicamente. La
mente consiste en pensar. El ser humano consiste principalmente en mente. Es
el único que puede decir: “Pienso, luego existo.
Este llamado dualismo cartesiano
representa una revolución en las ideas y el punto de partida de la filosofía
moderna, tanto por su estilo como por su método, aunque su propósito
es defender las antiguas verdades frente a las nuevas amenazas.
Era una especie de armisticio
entre la religión y las nuevas ciencias. Separando la mente de la materia,
quería defender la inmortalidad del alma, la libertad de la influencia
de las ciencias, como inmunes a toda investigación científica.
Y a la vez la ciencia no podía ser contradicha por la religión.
Esta respuesta que podía
resolver unos problemas suscitaba otros, como la relación entre el mundo
físico y el mental, sobre todo en el ser humano. Si la mente consiste
en pensar, como quiere Descartes, no sabemos si los animales son solo máquinas
o tienen alma, mente. Los cartesianos defendían que eran simples máquinas,
de manera que cuando le ponían un ejemplo sus adversarios de si golpear
a un perro y hacerle ladrar era lo mismo que golpear una gaita y hacerla sonar,
lo que parece un disparate y algo completamente falso.
¿Y qué pasa
con los bebés que no pueden decir: Pienso luego existo? ¿No son
personas? ¿Cuando comienzan a serlo? ¿Y cuando dormimos, qué pasa
con la mente, se va de vacaciones?
Fue grande el revuelo
en el S. XVII y todos los filósofos quisieron resolver el problema,
llegando, por ejemplo Malebranche a decir que cuando la mente tenía
que decir algo al cuerpo era Dios quien intervenía.. Leibniz hace otro
intento con sus mónadas tratando, como Malebranche, de defender el orden
teológico y político de la Edad Media.
Mi filosofía es totalmente
innovadora y rompe con todo lo anterior. Para mí, sencillamente no existe
tal problema. El hombre no es un reino dentro de otro reino, en la naturaleza.
La mente no es diferente del
cuerpo, no escapa a las leyes de la naturaleza.. “El hombre es una parte
de la Naturaleza y tiene que seguir sus leyes, y solo esta es la verdadera
forma de rezar”.
Rompí con la tradición
filosófica y religiosa. El hombre no es un ser diferente al resto de
seres de la naturaleza. Existen fenómenos mentales –ideas, decisiones.
La sustancia tiene los atributos de “Pensamiento” y “Extensión”.
Cuando consideramos la sustancia desde el punto de vista del Pensamiento vemos
mentes, ideas y decisiones; cuando la consideramos desde el punto de vista
de la Extensión, vemos objetos físicos en movimiento.
“La sustancia pensante
y la sustancia extensa son una y la misma cosa entendidas ora desde
el punto de vista de un atributo ora desde el punto de vista del otro”.
Paralelismo: “El orden
y la conexión de las ideas es el mismo que el orden y la conexión
de las cosas”, Ethica.
Hay un continuum entre el
cuerpo y la mente que favoreció el desarrollo del conocimiento del cerebro
y de las emociones como sustentadoras de los pensamientos y de los sentimientos.
Sus puntos de vista se entienden mejor en negativo, como el conocimiento de
Dios, por lo que rechaza, que en positivo.
No hay albedrío o voluntad,
sino ignorancia de las causas. No hay una facultad de la voluntad, pero sí voliciones
particulares. Tampoco hay mente como algo aparte. Es solamente una abstracción
creada a partir de una colección de acontecimientos mentales. Es una
idea, no una cosa. La mente es la idea del cuerpo. Cuando un cuerpo deja de
existir, lo mismo le pasa a la mente.
Relación metafísica
y política. Los teólogos utilizan descaradamente la posibilidad
de unos premios y castigos eternos para intimidar a las masas. Todo ha sido
un fraude desde el principio para justificar la opresión de las masas
con una promesa en el más allá.
La
Reforma del S. XVI llevó sus consecuencias al siglo XVII también
en este tema. Conseguir la bienaventuranza, la felicidad era tema de
la iglesia única; cuando existen muchas iglesias diferentes
la cuestión queda en manos de cada conciencia individual. La
fe es un problema individual.
“En cada iglesia hay
muchos hombres honrados”. “La santidad de la vida es algo
común a todos ellos”.
El problema de la felicidad
era más difícil. Ya no dependía de un Dios, sino que el
hombre tenía que conseguirla, pues no aceptaba sin más las creencias
tradicionales. Y para alcanzarla necesita utilizar su mejor medio humano, la
razón. Cómo ser feliz y cómo comportarse moralmente es
lo mismo. El fin de la filosofía es lograr la felicidad suprema, continua
e imperecedera”.
Felicidad es libertad. Y se
obtiene cuando estamos de acuerdo con nuestra conciencia, cuando nos realizamos
como personas.
Pocas veces actuamos de acuerdo
con nuestra conciencia más profunda, debido a la ignorancia, a la influencia
de fuerzas externas a nosotros y que no controlamos, a las propias emociones
incontroladas; todo ello nos arrastra hacia la infelicidad. Solemos ser seres
pasivos cuando debemos ser activos.
Debemos someter las emociones
a la razón. El placer es la fuente de todo bien. Solo la superstición
prohíbe el goce. “Ninguna deidad, ni nadie, excepto el envidioso,
obtiene placer de mi debilidad y de mi infortunio, ni considera que sean virtuosas
nuestras lágrimas, nuestros sollozos, nuestros temores y todas las demás
cosas que son las marcas de un espíritu débil”.
El resultante ordenado
de las emociones es la virtud. Cuanto más buscamos nuestro propio interés,
más virtuosos somos, no es un pago por parte de Dios, por la más
vil esclavitud. Dios no nos quiere esclavos.
Las pasiones incontroladas
no se matan, se combaten con una emoción más fuerte y duradera,
que es el amor, el conocimiento intelectual de Dios o bienaventuranza; es la
intuición, lo que nos proporciona una especie de inmortalidad.
“Los hombres que
viven bajo la guía de la razón invariablemente tratan a los demás
con respeto, pagan el odio que reciben con amor, y por lo general se comportan
como ciudadanos modelo y como “buenos cristianos”.
Hay filósofos que solamente exponen su filosofía, y luego “vuelven
a casa”; otros viven su filosofía. Utilizan la filosofía
para construir una vida en plenitud. Consideran absurda cualquier parte
de la vida que no indaga la filosofía. Nunca “vuelven
a casa”. Consagran su vida entera a la filosofía.
Yo fui uno de esos filósofos.
Desde los días en que Sócrates recorría el ágora
para alertar a sus amigos de que una vida sin reflexión no vale la pena
de ser vivida, y desde que Diógenes se puso a vivir en un tonel para
hacer una alegación algo diferente acerca de la naturaleza de la buena
vida, el mundo no había visto a un filósofo tan dedicado a su
tarea de búsqueda como yo.
Después de mi traumática
expulsión de la comunidad judía hay unos años poco conocidos
que se conoce como el “período oscuro”.
Sin embargo, en el Tratado
sobre la reforma del entendimiento publicado un año después de
la excomunión, presenté mi “filosofía de la filosofía”,
que me guiará el resto de mi vida.
“Después de que la experiencia me hubiera enseñado que
todas las cosas que regularmente ocurren en la vida normal son vanas y fútiles,
y viendo que ninguno de los objetos de mis temores contenía en sí mismo
nada que fuera bueno o malo, excepto en la medida en que la mente se veía
afectada por ellos, resolví finalmente averiguar si existía algo
que pudiera ser el auténtico bien, y que afectase a la mente de un modo
singular, con exclusión de todo lo demás; si había algo
que, una vez encontrado y adquirido, me proporcionaría una felicidad
continua, suprema y duradera.
Mi filosofía se origina
en la experiencia absolutamente personal de un sentido de la futilidad de la
vida ordinaria –una sensación de vacío que en la tradición
filosófica se ha ganado el distinguido nombre de contemptu mundi, el
desdén por las cosas mundanas, o mejor aún, el de vanitas.
No solo los males y las adversidades,
sino que las cosas buenas de esta vida, el éxito no es más que
la postergación del fracaso; el placer no es sino un efímero
alivio del dolor, y todos los objetos de nuestros afanes, en general, no son
más que vanas ilusiones. El placer, los honores nos hacen esclavos…
La vanitas te lleva a una
angustia ante la nada más absoluta, una vida irrelevante llegando a
un final sin sentido.
En mi primer libro aclaro “el
período oscuro” de mi vida de una forma más interesante.
Viví una experiencia muy cercana a las tradiciones espirituales, a la “noche
oscura del alma”, ese momento de duda y temor ante el alba de la revelación.
Es un viaje al vacío que sintieron muchos poetas, filósofos y
teólogos, que sufrieron la vida como una pasión inútil,
una rueda incesante de esfuerzos, un cuento narrado por un idiota, lleno de
ruido y de furia, y que no significa nada etc.
Me costó, como a muchos
otros, abandonar el mundo de los placeres y de los triunfos…
Superada la vanitas, busqué la
felicidad suprema, continua e imperecedera. Una felicidad tan extrema como
el terror del que brota., a la que llama “dicha”, “bienaventuranza”, “salvación”.
La filosofía busca un fundamento para la felicidad, que es plenamente
cierto, permanente, divino.
¿Con qué medio
cuenta para abandonar “la noche oscura” y alcanzar la salvación?
Desarrollar la vida de la mente, la búsqueda de la sabiduría
en una vida de contemplación.
El teólogo la busca
en la absoluta certeza de la verdad revelada, el filósofo utiliza sus
propios recursos internos. Además las cosas del mundo físico
siempre son variables…Lo permanente está dentro, en la mente.
Al igual que Sócrates, la dicha está en el conocimiento, “conocimiento
de la unión de la mente con la Naturaleza”.
Al igual que Sócrates
con su círculo de compañeros de discusión, o que Epicuro
en su jardín con sus compañeros intelectuales, Me imaginé un
futuro filosófico en el que yo mismo con otros individuos racionales
aumentamos nuestra sabiduría mediante un diálogo constante y
mutuamente enriquecedor
.
Una vez que hubiera alcanzado
la dicha, el primer paso será “formar una sociedad del tipo deseable
para que tantas personas como sea posible, puedan también alcanzarla
del modo más fácil y seguro”. (Etica) “El bien supremo
es alcanzar la salvación en compañía de otros individuos
si es posible”.
Todo se realiza viviendo,
por lo que propongo tres reglas de vida en el “Tratado para la reforma
del entendimiento”, La primera llevarse bien con el resto de la humanidad.
La segunda, disfrutar de los placeres sensuales en la medida en que es un requisito
para salvaguardar la salud y mejorar la vida de la mente. La tercera, que ganar
dinero y otros bienes mundanos solo para conservar la vida y la salud, para
vigorizar la mente.
En mi Ética abundo
en el desprecio al dinero y a la clase de personas que lo codician. “Las
masas apenas pueden imaginarse un placer que no vaya acompañado de la
idea de dinero como su causa”. “Quienes conocen el verdadero valor
del dinero establecen los límites de su riqueza únicamente en
función de sus necesidades, y viven contentos con muy poco”. Lo
mismo opino de la alimentación y el vestir.
“El matrimonio está en armonía con la razón”.
“Las cosas son buenas
solamente en las medida en que ayudan al hombre a disfrutar de la vida de la
mente”.
Estaba muy animado el día
anterior a mi muerte. Por la tarde me había reunido con mi casero con
el que había fumado una pipa como de costumbre. A la mañana siguiente
estuve charlando un rato con él y con su mujer. Esperaba la visita del
doctor en estos días. Me había recomendado comer caldo de pollo.
Cuando los caseros volvieron
de los oficios religiosos me encontraron conversando con el doctor a
la vez que me tomaba el caldo. El casero observó que cómo yo había
dejado distraídamente un ducado de oro junto a unas monedas y un cuchillo
de plata. No era la primera vez que dejaba cosas por ahí.
A las cuatro de la tarde,
un vecino les dio la noticia a la salida de los segundos oficios. Spinoza había
muerto a las tres en presencia del médico de Amsterdam.
Los caseros se quedaron de
piedra. No se imaginaban que mi dolencia era tan grave.
El funeral fue un acontecimiento
imponente. Seis carruajes encabezaban solemnemente el cortejo fúnebre,
al que acompañaban numerosas personas importantes y mis amigos o admiradores.
Mi muerte, no menos que mi
vida, se convirtió en tema de rumores y controversias. Entre los ortodoxos
eran muchos los que afirmaban que, en medio de una agonía atroz, el
odioso hereje se había arrepentido de su ateismo y había suplicado
entre sollozos la absolución de un sacerdote. Otros decían que
había ingerido veneno para acelerar mi miserable descenso a los infiernos.
Otros afirmaban que había terminado mi vida en una oscura cárcel
de París.
La posibilidad de que
hubiera muerto tan feliz y sin arrepentirme como cualquier buen ciudadano de
la Haya era tan insoportable para la mentalidad del siglo XVII como la afirmación
de que había vivido ajeno a los habituales vicios.
(Este artículo
está inspirado en el libro "El hereje y el cortesano" de
Matthew Stewart)
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