Spinoza

Filosofía de Spinoza
Dios
Aspecto Político
La mente
La salvación

Spinoza
Hola, mi nombre es Baruch, Benito en español o Bento en portugués, que significa, el bendito; y mi apellido Spinoza significa espinoso en español.

Quiero comenzar haciendo una pequeña introducción sobre mi madre, la filosofía. Sí, soy, me considero, hijo de la Madre filosofía. A esta madre, que también es la vuestra, ya la conocéis, pues ha venido a estar con todos vosotros en diversas ocasiones.


         Recordáis que la filosofía tiene un destino errante, puesto que consiste en pensamientos eternamente vagando por el aire en espera de que alguna mente generosa se apiade de ellos y los piense. Mi pueblo de nacimiento y yo mismo también hemos sufrido ese destino: errar, vagar. La filosofía obtiene su ser de los sentimientos y de las emociones, por lo que necesita cabezas que la piensen y corazones que la sientan.

         Es amor, amor a todo lo que existe; gusta de lo original y se pregunta por las cuestiones últimas de la vida. Es ajena a todo poder y se burla de toda grandeza, que oculta falsedades. Tampoco es amiga de la ostentación, la vanagloria, las pompas y vanidades de nuestras rutinarias vidas. Huye de la hipocresía y de la falsedad, porque consiste en Verdad, Belleza y Bondad, que os desea a todos.

         Amar es conocer, y su conocimiento es radical, quiere llegar a las verdaderas raíces de las cosas sin quedarse por las ramas. Llega a la esencia, a lo último, a lo que más importa. Es audaz  pregunta por lo innombrable, opina con libertad, cuestiona el llamado “sentido común”, contrasta, duda, llama a las cosas por su nombre sin eufemismos.

         Adquiere vida plena, sobre todo, fuera de las aulas y de los libros de texto, pues su saber no se aprende por repetición de profesor a alumno, sino que se provoca por mayéutica y no se mide por baremos numéricos ni por encuestas.
Pues yo he querido ser digno hijo de ella.

         Nací en el siglo XVII, al cual pertenezco con todo mi ser. Ahora veréis porqué hago esta afirmación. Ésta fue una época deslumbrante y combativa. Tiempo de efervescencias espirituales y guerras religiosas; guerras civiles, revoluciones, invasiones y actos de limpieza étnica. El comercio llegó a adquirir unos niveles nunca pensados a nivel internacional. Se formaron los imperios globales, las principales capitales se ornamentaron y se urbanizaron. También nos visitaron terribles plagas que ya parecían olvidadas, y sufrimos incendios épicos.
Surgió una nueva ciencia y fue la época que permitió la superación de los valores medievales, para llevar a la humanidad hasta la modernidad. Todo ello iba a formar una parte importante de mi persona y de mi vida.

         Fui el primero que intenté dar respuesta a las viejas preguntas de la filosofía desde una perspectiva claramente moderna. Mi concepto de dios  camina acorde a las ideas de la ciencia moderna. Acorde con el universo revelado por la ciencia moderna, regulado por la causa y el efecto de las leyes naturales, sin  propósito ni diseño.

         Y el ser humano, ¿qué decir de los seres humanos, los reyes de la creación? El ser humano cobra nuevo sentido con la nueva ciencia.  El antropocentrismo cede paso al heliocentrismo. El hombre, creado a imagen de Dios, ya no es el centro del universo, ni quien lo gobierna. La pretensión de ocupar un lugar privilegiado en la naturaleza ha caído hecha añicos.

         Tengo ascendencia española. De aquellos miles de desgraciados que, víctimas una vez más de la intolerancia religiosa y política, fueron arrojados de sus casas y de su patria, por unos Reyes llamados Católicos, a finales del siglo XV. Mis ascendientes participaron muy activamente en la economía y en la cultura de sus países. Pero la intolerancia personificada en la nueva figura del inquisidor, obligó a mis antepasados a elegir entre la hoguera o el exilio. Todos fueron considerados enemigos de la fe.

         Muchos buscaron refugio en Portugal, en una primera instancia, como nueva tierra de promisión, hasta que esta nueva tierra se les volvió inhóspita, se contagió de los aires intolerantes que le llegaban por el este y terminó arrojándolos al mar. Este viejo sino de eterno caminar errante, de nuestro pueblo judío, iba a marcar también mi propio destino.

         De esta manera y, tras diversas vicisitudes, mis padres pudieron encontrar la que parecía nuestra tierra, nuestra tierra prometida. Era un país pequeño, de solo dos millones de habitantes,  pero que fueron capaces de construir un imperio global, a la vez que produjeron un número improbable de grandes artistas, científicos y filósofos de importancia histórica, y sentaron las bases de la práctica política y económica que iba a dar forma al mundo moderno. Era  la época dorada de la República Holandesa

         La capital, Ámsterdam, había multiplicado por cuatro su población en poco tiempo, y había llegado a convertirse en el centro indiscutible del comercio mundial. Era la primera ciudad de Europa, deslumbrando por sus espléndidos edificio públicos, elegantes mansiones privadas, arbolados, canales, fanática pulcritud de sus habitantes, escaso índice de criminalidad, abundantes y bien equipados hospitales, innovaciones en los métodos militares, maravillas científicas y tecnológicas, como las modernas farolas, los relojes, los telescopios y microscopios.

         Lo que más llamaba la atención en esta tierra de promisión, era la extraordinaria libertad de que gozaban sus gentes; lo que benefició el desarrollo de las artes y de las ciencias. Por fin habíamos encontrado unas tierras en las que parecía gobernar el pluralismo democrático y liberal, y en las que la tolerancia. hacía presagiar  años de felicidad.

         Aquí, en este ambiente y en esta ciudad de Ámsterdam, vine al mundo un 24 de noviembre de 1632. Tuve la desgracia de quedarme sin madre siendo muy niño, con apenas siete años, y, a su muerte,  entré en la escuela judía.

         Muy pronto mis preceptores me consideraron un alumno precoz. Amante del pensamiento ya desde mi niñez, lo alimentaba cada día con diálogos y debates. Sin tener quince años planteaba cuestiones que los judíos más eruditos no sabían responder.

         Me hicieron aprender de memoria las Escrituras. Más tarde, en mis posteriores críticas a las mismas, no sé si mis preceptores lamentarían habérmelas hecho aprender de memoria. Mi maestro, el rabino mayor Saúl Morteira, pronto se fijó en mi persona. En sus clases la disciplina era férrea y nadie podía tener una opinión diferente a su autocracia. Los alumnos que no le seguían eran expulsados y los no circuncidados eran condenados.

         Esta situación contrastaba con el ambiente de tolerancia y libertad que imperaban en la ciudad y en toda la república.

         Cuando cumplí 17 años murió mi hermano mayor, por lo que mi carrera, para convertirme en rabino de nuestra comunidad judía, quedó frustrada, y tuve que ocuparme de los negocios de la familia. Una serie de desastres y la muerte de la mayoría de la familia hacen que a los 21 años dirija una empresa que iba camino de la bancarrota.

         Para sobrevivir fui pulidor de lentes para telescopios y microscopios. Empezaba colocando un trozo de cristal en un torno accionado por un pedal. Luego, bombeando con los pies, aplicaba un paño abrasivo al cristal, lo que levantaba nubes de polvo de cristal por toda la habitación, cubriendo el torno, el suelo, su ropa y sus pulmones. Tras recortar las lentes, en una curva especificada con una precisión de fracciones de milímetro, pulía enérgicamente la áspera superficie de la misma hasta conseguir un acabado transparente.

         Este trabajo ayudó a quebrar mi salud.

         Comenzó mi interés por la filosofía. Leía lo que llegaba a mis manos y estaba al día de las nuevas doctrinas del filósofo más famoso, que vivía en mi misma ciudad. Descartes ya era famoso en toda Europa. Fui su expositor y su mayor crítico, siguiendo sus propias enseñanzas: “Nada debe ser considerado como verdadero, excepto aquello que haya sido probado con buenas y sólidas razones.

         Siguiendo este lema cartesiano, fui dándome cuenta de que muchas verdades de la Biblia y del propio Descartes caían bajo el lema.

         Comencé a tener mis propios pensamientos, lo que me llevaba a estar cada día más lejos de las enseñanzas de mis maestros judíos. Las enseñanzas que había recibido de niño ya no me servían ahora. Yo había crecido en todos los sentidos y las ideas de mi niñez me quedaban pequeñas, al igual que mis pantalones de niño.

         Yo me daba cuenta del ambiente que iba surgiendo a mi alrededor. Escuchaba los murmullos y los cotilleos acerca de mis nuevos pensamientos. “Dice que la Biblia ha sido escrita por el hombre, que el alma no es mortal y que Dios es una masa corpórea. Afirma que el mundo material es una parte de Dios.

         Estas opiniones eran unas herejías espantosas tanto .para los judíos  como para los cristianos de la época.

         A los 24 años, fui expulsado de mi comunidad y de todas las comunidades judías, por tener y defender mis propios pensamientos, por  tener la osadía de pensar por mí mismo, por unas opiniones supuestamente heréticas. Incluso mi vida corrió serio peligro. La intolerancia de pensamiento había regresado a nuestras vidas.

         Los teólogos que querían preservar el orden tradicional me consideraron un monstruo; y fui maldecido por los judíos. El 27 de julio de 1656 fue leído en voz alta en la sinagoga de Ámsterdam este veredicto de excomunión o cherem:

         “Los señores del mahamad…. Habiendo tenido conocimiento de las perversas opiniones y acciones de Baruch de Spinoza, han intentado por varios medios y promesas apartarle del mal camino. Pero no habiendo podido reformarle, sino más bien al contrario, recibiendo diariamente más información sobre las abominables herejías que practicaba y enseñaba, y sobre las monstruosas acciones que cometía, y teniendo de ello numerosos testimonios fidedignos que ha  aportado a este efecto varios testigos en presencia del tal Spinoza, han decidido…. Que el tal Spinoza sea excomulgado y expulsado del pueblo de Israel… Maldito sea de día y maldito sea de noche; maldito al acostarse y maldito al levantarse. Maldito sea al entrar y maldito sea al salir. No quiera el Altísimo perdonarle, sino que su furor y su celo abracen a este hombre, lance sobre él todas las maldiciones escritas en el libro de esta Ley, y borre su nombre de bajo los cielos.

         El aguijón de la excomunión venía al final de esta sarta de maldiciones. Prohibía a todos los miembros de la comunidad relacionarse con el convicto, bajo pena de aplicarles el mismo castigo. Ni siquiera su familia podía hablar, hacer negocios o compartir la comida con él. A todos los efectos, estaba muerto para ellos.

         Yo sabía que las excomuniones solían ser advertencias más que castigos, y duraban días, semanas, siendo reversible si se daban las condiciones y conductas necesarias.

         Mi amigo Juan de Prado fue excomulgado ese mismo año, por lo que alababan al rabino Morteira, mi antiguo profesor, de haber limpiado de espinos el prado de la sinagoga.

         Más tarde Prado se retractó y admitió haber pecado y cometido un error.

        No pasó por mi mente la intención de retractarme de algo en lo que creía firmemente, sino que, al contrario, escribí una Apología. Era semejante a la Apología que Platón había escrito en defensa de su maestro Sócrates, cuando fue condenado a muerte. Era una defensa de todas las opiniones por las que había sido excomulgado.

        En ella defendía las ideas que se contenían en mi obra “Tractatus Theologíco-Políticus” que había publicado en 1670: Una crítica razonada a la Biblia, y una defensa de un estado secular basado en el principio de la tolerancia. Quise defender la libertad de pensamiento; ese fue mi gran pecado.

       En 1668 mis amigos, los hermanos Koerhagh fueron perseguidos por sus ideas y acabaron trágicamente.

       Nunca, en mi corta vida, lamenté las acciones que habían provocado mi expulsión de la comunidad judía de Amsterdam. Ante el veredicto  de excomunión reaccioné con toda serenidad: “Entro con mucho gusto en la senda que se abre ante mí, con el consuelo de saber que mi partida será más inocente que el éxodo de Egipto de los antiguos hebreos”.

       La excomunión ocupó un lugar muy decisivo en mi vida. Determinó cómo iba a vivir en adelante. Tuve que abandonar la ciudad y abandonarme a la merced de la recién estrenada tolerancia de la sociedad holandesa. Ya no me consideré judío, sino un ciudadano de una república libre. Mi filosofía de madurez sería una celebración del espíritu liberal que caracterizaba a la tierra de adopción de mis padres.

          Mi primera gran obra original publicada fue el Tractatus Theologico-Politicus, en 1670. En ella me dirijo a mis compatriotas  holandeses agradeciéndoles su tolerante acogida. Lleva por subtítulo “donde se demuestra no solo que la libertad de filosofar puede darse sin perjuicio para la piedad y la paz civil, sino también que dicha libertad no es posible si no es acompañada de la piedad y de la paz civil.”

         La obra, aparentemente inocente, causó una gran impresión. Proponía un orden político completamente nuevo, moderno, basado en el principio de la tolerancia, según el cual los individuos tienen el inalienable derecho de expresar sus propias opiniones en los asuntos de conciencia.

         El grueso del Tratado está dedicado a un análisis de la Biblia. En él propongo demostrar que la Biblia está llena de puntos oscuros y que se contradice de una forma desmedida, que el Pentateuco no ha salido de la pluma de Dios, ni de Moisés ni de ningún otro autor en solitario, sino que es obra de varios escritores muy humanos a lo largo de un gran período de tiempo, que los judíos no fueron el pueblo elegido por Dios, que los milagros de los que da parte la Biblia son imaginarios y, a menudo, están mal informados (Josué y el sol), que los profetas no tenían ninguna clase de poderes especiales para poder predecir el futuro, sino que tan solo tenían  un talento especial para elaborar sus intuiciones morales en un lenguaje muy pintoresco y adaptado a las preconcepciones y prejuicios de la gente corriente.
        
          Escribo mis puntos de vista sobre las Escrituras por tres motivos:

1.- Los prejuicios de los teólogos, principal obstáculo para que las personas piensen.
2.- Para desmentir la acusación de ateismo sobre mi persona.
3.- Reivindicar la libertad de pensamiento, de filosofar y de decir lo que piensa, suprimida por el autoritarismo de los predicadores.

         El libro hace una lectura secular e historicista de la Biblia, que hoy extrañaría poco y explica que la Biblia ofrece verdades morales y no factuales.

         Para aquella sociedad era un sacrilegio y yo lo sabía. Pero fiel a mi conciencia también sabía que “el supremo misterio del despotismo, su soporte principal, es mantener a los hombres en un estado de engaño, y bajo el especioso título de religión, encubrir el miedo con el que tiene que mantenerlos a raya para que luchen por su servidumbre como si lo hicieran por su salvación”.

         Al despojar a la Biblia del misterio se destruye el orden teocrático reinante. La religión establecida, no es más que “la reliquia de la antigua esclavitud del hombre”. Y es utilizada por muchos “con una insolencia absolutamente vergonzosa” para usurpar los derechos legítimos de la autoridades civiles y para oprimir al pueblo.

         En mi obra cumbre la Ética repito la acusación, el teócrata denuncia a aquellos que niegan los milagros, porque “la eliminación de la ignorancia comporta la desaparición de este asombro que constituye el único soporte… para salvaguarda su autoridad”.

         Aquí y en algunas de mis cartas privadas dejo clara mi opinión de que la religión organizada, especialmente la católica, es realmente un fraude organizado. Un engaño en gran escala, una forma de explotar la ignorancia y el temor de las masas supersticiosas para aprovecharse de ellas.

         No me limito a salir en defensa de los intereses especiales de los filósofos, ni restrinjo mis demandas a la garantía de ciertos derechos individuales por el estado existente. No soy partidario de la revolución violenta (que crea más problemas que los que resuelve), pero reclamo el derrocamiento de un sistema de opresión tiránico e injusto.

         En las últimas secciones del Tractatus esbozo a grandes rasgos una teoría política radical e intrínsecamente moderna. Me propongo reemplazar una concepción teocrática del estado por una concepción basada en principios seculares. Según los teócratas el estado es el representante temporal de un orden divino. El propósito del estado es servir a Dios, y el papel de los eclesiásticos es decirle al pueblo qué es lo que quiere Dios. El propósito del estado es servir a la humanidad y es el pueblo el que tiene que decirle al estado qué es lo que quiere.

         Fundamento la legitimidad de la autoridad política en el interés personal de los individuos. Todo se guía por interés personal.. “Cuanto más se esfuerza cada hombre y más busca su propio beneficio, más virtuoso es”, bajo la guía de la razón

         El ser humano que se mueve por interés personal tiene mucho que ganar con la cooperación. Fuera de la sociedad los humanos viven en circunstancias miserables. Creo, al igual que Hobbes en una especie de contrato social por el que los individuos ceden sus derechos a un soberano colectivo para adquirir las ventajas de vivir bajo el imperio de la ley. La función del estado es proveer la paz y la seguridad que posibilitan que unos individuos naturalmente libres cooperen entre sí y de este modo se realicen a sí mismos. “El propósito del estado es la libertad”.

         El contrato social no consiste en renunciar a los derechos individuales, como defiende Hobbes, sino que el contrato debe ser constantemente renovado, y si el estado no cumple su parte del trato, la ciudadanía tiene derecho a revocar el acuerdo. Además hay unos derechos que nadie puede ceder, como el derecho a pensar y a tener sus propias opiniones, “libertad de conciencia”. En lugar de monarquía absoluta (Hobbes), propongo la democracia.

         La defensa de la democracia como defensora de los derechos individuales era muy avanzada y audaz para mi tiempo. Fui el primer filósofo realmente moderno, precursor de los teóricos que más tarde avalarían la Constitución de los Estados Unidos, de la Revolución Francesa, y el resto del orden democrático liberal y secular de la actualidad.
      
         Hacer que las multitudes se comporten racionalmente no es una tarea fácil, dada la influencia de la religión. Una de las formas de mantener a raya la superstición de las masas es permitirles canalizar sus energías hacia el comercio, de modo que estén muy ocupadas haciendo dinero y se vuelvan inmunes a las artimañas teocráticas. La otra forma es desarrollar una religión popular compatible con los intereses del estado. Este tipo de religión es muy beneficiosa para el buen funcionamiento de la sociedad. Controlada por las autoridades civiles, y las doctrinas suministradas y sus cargos ocupados, no por sacerdotes ni profetas.

         A ojos de los filósofos esta religión de estado lleva consigo una mentira. Es más sensato mantener al hombre de la calle alejado de la verdad. “Si supiera que las doctrinas de la fe son falsas, sería, por fuerza, un rebelde.

         Los aspectos exotéricos y esotéricos de mi filosofía buscan la verdad en el segundo sentido.

         La publicación del Tractatus Theologico-politicus no logró mejorar mi reputación, sino todo lo contrario. Dio lugar a una conflagración de denuncias comparable a la que dieron las doctrinas de Darwin dos siglos más tarde.

         Primero se atacó el libro, pues se publicó anónimamente, pero pronto se conoció al autor y los ataques fueron personales.

         Los teólogos de Holanda condenaron las “atrocidades” y “Obscenidades” del libro. En julio de 1670 un sínodo lo declaró “el más vil y sacrílego de los libros que había visto jamás el mundo”. Otro cónclave de pastores holandeses determinó “buscar conjuntamente los más apropiados medios para evitar que el tal Spinoza continúe difundiendo su impiedad y su ateismo por estas provincias”.

         En el resto de Europa los defensores de la fe, de cualquier fe, estuvieron pronto compitiendo para ver quien superaba al otro en condenas contra mí y mi libro. Los impulsos sádicos encontraron salida en las diatribas de los ortodoxos. Un obispo en París sugirió que “merecía ser cubierto de cadenas y azotado con una vara”. Otros críticos escribían  “es el más impío, el más infame y al mismo tiempo el más sutil ateo que el infierno ha vomitado sobre la tierra”.

         Todo esto contribuyó a que mi fama se extendiera y fuera conocido en toda Europa para lamento de los defensores de la fe tradicional. Nadie se mostraba partidario ni me defendía, al menos públicamente.

         Desde este momento no pude vivir tranquilo y tuve pendiente la espada sobre mi cuello. El lema que llevaba en mi anillo que usaba como sello, decía cautela. En la Ética explica que la virtud de un hombre reside en saber evitar los peligros y en superarlos.

         No sé si fui valiente al publicar mi libro y al defender mis propias creencias. Un judío proponiendo estas teorías, ridiculizando a los profetas, negando la existencia de los milagros, desacralizando la palabra de Dios, tenía que ser acusado de ateismo. Yo lo veía razonable y pensaba que los demás lo verían igual. Yo me quedaba estupefacto ante estas reacciones  y exclamaba, “pero si solo digo la verdad”.

         También tenía cierto anhelo de gloria, como todo revolucionario. Ya no era solo defender mi honor, sino el de muchos individuos. Con mi ideal de república libre hice ondear mi bandera en nombre de todo el pueblo. Me había situado a mí mismo en el centro de una espléndida narración histórica; me había convertido en la cabeza de una lucha por la libertad cuya escala era toda la civilización. Atravesé la línea del interés personal hacia el bien común. Estaba dispuesto a sacrificar mi propia supervivencia por la libertad de mi pueblo, a cambio de conquistar la gloria de los héroes rebeldes cuyas vidas tienden a terminar con  una cabeza cortada clavada en la punta de una estaca desfilando ante la multitud.

 

Filosofía de Spinoza (Tractatus)

          El lema de mi filosofía podría ser: “Nada hay en la naturaleza que sea más útil a un hombre que un hombre que viva según la guía de la razón”. “El hombre es un dios para el hombre”. Las filosofías dialogan con todas las demás filosofías…

          Los temas de mi filosofía son los mismos que los de cualquier otro filósofo de mi época. Tratan sobre Dios, la mente y la bienaventuranza, la salvación. Expuse estos mismos temas de forma  novedosa, moderna; para algunos, revolucionaria. Comienzo a filosofar a partir de Dios. Yo no inventé la idea de un estado secular basado en el interés personal, pero sí fui el primero en percibirlo con claridad.

          A finales del XVII la desconcertante diversidad de credos religiosos que surgió de la reforma, la variedad de la experiencia humana expuesta en la vida pública que había traído el desarrollo económico y social y la urbanización, y la calidad manifiestamente secular de los gobernantes supuestamente divinos que emergieron al frente de las administraciones nacionales, lo que había convertido a Spinoza en doble exiliado, habían convertido de facto en obsoletos los viejos ideales teocráticos.

         El problema de la autoridad, es decir la fuente  de la legitimidad del poder político había sido ya motivo de intensa preocupación entre pensadores como Hobbes y Maquiavelo. Mi filosofía ratifica este mundo secular de interés personal. Abracé la modernidad como un nuevo ideal, el ideal de la república libre. Los mismos rasgos de la modernidad, para muchos sus males característicos: la fragmentación social, el laicismo y el triunfo del interés personal, eran para mí las virtudes fundadoras del nuevo orden mundial.

Dios

         Éste fue el tema estrella del S. XVII, bien fuera debido a la asombrosa diversidad de doctrinas religiosas que surgieron de la Reforma, que produjo un sinfín de nuevas concepciones de la divinidad, bastante antagónicas, que llevó a teorizar sobre el tema; bien el tono cada vez más secular de la vida pública y económica; bien el desarrollo de la ciencia moderna, que llevó a los teólogos a teorizar sobre el Todopoderoso.

         Ningún pensador del siglo dudaba de la existencia de Dios, sino de su función. En el mundo moderno de la ciencia ¿cuál es la función de Dios? ¿Y el ser humano? ¿Qué es este ser tan distinto a los demás seres de la creación? Si la ciencia conseguía explicar todos los fenómenos de la naturaleza, a partir de unos principios puramente mecánicos, parecía claro que el viejo Dios de los milagros se quedaría sin trabajo.

         La ciencia y la religión, Dios y la Naturaleza se encontraban enzarzados en un conflicto irreconciliable, al parecer de los filósofos del siglo.

          La respuesta que ofrezco en mi Éthica y que ya tenía clara desde el comienzo de mi filosofar, es que Dios y la Naturaleza no están en conflicto, porque Dios es la Naturaleza. “Yo no distingo entre Dios y la Naturaleza como han hecho todos aquellos de quienes tengo conocimiento”. “Deus sive Natura, sive Sustancia”.

         Esta filosofía podría considerarse como la primera religión de la era moderna. O la restauración de la más antigua.

         La Naturaleza es aquello que hace que todas las demás naturalezas sean lo que son. Es la esencia. La esencia del mundo es aquello que hace que el mundo sea lo que es.

         El concepto de Naturaleza y toda mi la filosofía son inteligibles, no hay nada misterioso, no hay deidades inescrutables tomando decisiones  arbitrarias. Todos los fenómenos caen bajo el ámbito de la indagación racional, aunque hoy no pueda ser conocido.

         Dios es la causa de todas las cosas. “Es la causa inmanente, no su causa transitiva, exterior a su efecto, como un relojero es la causa de su reloj.

         Una causa inmanente está dentro o la lado de aquello que causa. La naturaleza de un círculo es la causa de su redondez. Dios, como causa del mundo, no está fuera de él, sino dentro de él y subsiste con él. “Todas las cosas están en Dios y subsisten en él”.

         Dios es la Sustancia, aquello sobre lo que los atributos –las propiedades que hacen que una cosa sea, o lo que es- se posan. Es lo verdaderamente real. Una sustancia no puede ser atributo de otra sustancia.

         Hasta ahora se admitían infinidad de sustancias, pero  demuestro que solo puede haber una, con infinitos atributos. Solo Dios es sustancia, un ser que subsiste por sí mismo y que puede concebirse por sí mismo”.

         Todo lo demás son modos de un atributo de esa Sustancia o Dios. Son la maneras en que esa Sustancia manifiesta su esencia eterna. “Todas las criaturas son solamente modos”.

         La consecuencia queda patente: “Las cosas no pueden haber sido producidas por Dios de ninguna manera o en ningún otro orden que el efectivamente existente”. La relación de Dios con el mundo es como la de una esencia con sus propiedades. Dios no puede decidir un día hacer las cosas de un modo distinto, del mismo modo que un círculo no puede elegir no ser redondo.

         Que pensemos que las cosas podrían haber sido de otra manera, contingentes, es desde nuestra naturaleza, desde nuestro punto de vista. La existencia no pertenece a la esencia de nada, exceptuando a Dios.

         No podemos comprender la completa y específica cadena de causas que hacen un ser necesario, por lo que nos parecen contingentes.

         Dios es libre, pues libertad es actuar de acuerdo a la propia naturaleza.

         Admito que pueda, tal vez, ser difícil acceder a saber qué es Dios, pero sí podemos saber lo que no es. No es el Dios de las escuelas dominicales de catequesis, ni el de las lecturas bíblicas. No es ese ser sobrenatural que se levanta una mañana y decide crear un  mundo y que al cabo de una semana se para a contemplar su obra. Dios no tiene ninguna clase de “personalidad”.; no es macho ni hembra; no tiene pelo, ni preferencias; no es diestro ni zurdo; no duerme, sueña, ama, odia, decide o juzga, no tiene voluntad o “intelecto” de la forma en que habitualmente se entienden estos términos.

         Tampoco tiene sentido decir que Dios es bueno. Son nociones relativas a nosotros. No interviene en el curso de los acontecimientos –pues equivaldría a invalidarse a sí mismo- ni tampoco hace milagros, pues sería contradecirse a sí mismo. Sobre todo no juzga a los individuos, ni los manda al cielo o al infierno. “Dios no dicta leyes a la humanidad para premiarla si las cumple o castigarla si las trasgredí”. Las leyes de Dios no pueden ser transgredidas.

         Somos dados al antropomorfismo. Creemos que Dios es como nosotros.  “Si un triángulo pudiese hablar, diría que Dios es triangular”.

         “Dado que tenemos la buena fortuna de vivir en una comunidad en la que la libertad de juicio está plenamente garantizada al ciudadano individual, que puede rendir culto a Dios como le plazca, y en la que nada es tenido en mayor estima ni como más valioso que la libertad, creo que no emprendo una tarea ingrata o infructuosa al demostrar que esta libertad no solamente puede garantizarse sin poner en peligro la piedad y la paz de la comunidad, sino que la paz de la comunidad y la piedad dependen de esta libertad”.

         Este mismo espíritu de libertad es el que irradia del núcleo mismo de mi metafísica. Dios – el principio y el fin de mi pensamiento -, es la “única causa libre”, y la aspiración más alta de todo filósofo es participar de esta divina libertad, para convertirse en un hombre libre.

         En mi nuevo estatus de judío apóstata conocería pronto los límites de esa misma libertad holandesa. Los vituperios de los rabinos llegaron a parecerme unas amonestaciones muy ligeras comparadas con el vitriolo que me iban a deparar los teólogos cristianos. Expulsado de la comunidad judía, padecí un doble exilio – era un paria marginado por partida doble. Para los judíos era un hereje, para los cristianos era, además, un judío.

         Esta situación de exilio doble llegaría a ser asimismo una parte esencial de mi filosofía. Situado en los márgenes más extremos de la sociedad, esta posición me permitió ver con claridad que el viejo Dios se estaba muriendo y que su teocrático gobierno sobre la tierra se estaba desmoronando. Y desde esta posición concebí su remedio para el pensamiento moderno
.
         Defendí la sociedad secular y tolerante en la que un hombre como yo ya no sería considerado un exiliado. En mis especulaciones metafísicas descubrí una divinidad muy alejada de las coacciones impuestas por la tradición, la ortodoxia, la superstición y todas las demás fuentes de la que brota la opinión mayoritaria, un Dios despojado de su poder de pronunciar decretos arbitrarios, responsable solamente ante la luz universal de la mente, la guía espiritual de la razón.

         La excomunión que padecí, no solamente definió mi filosofía, sino que configuró y puso de manifiesto toda mi personalidad. Alguien me encumbraba como persona extraordinaria, con una personalidad tan rara como rica en paradojas y lucidez intelectual. Ser expulsado de mi propia comunidad en los términos más duros a causa de unas opiniones no publicadas y a la edad de veintitrés años es ciertamente un insólito logro; ser más tarde considerado como “el hombre más impío del siglo” – y acabar siendo uno de los filósofos más influyentes de la historia – confirma que no fue un simple accidente.

         También han dicho de mí: Fue el fundador del pensamiento moderno Era un individuo extraordinario; persona capaz de cambiar la historia.

         “Su conversación era tan genial y las comparaciones que hacía tan acertadas, que todo el mundo, sin apenas darse cuenta, se mostraba de acuerdo con sus puntos de vista. Era persuasivo, aunque no adoptaba un tono refinadamente afectado ni una dicción elegante. Se hacía entender tan bien, y sus disertaciones estaban tan llenas de sentido común, que nadie le escuchaba sin derivar de ello una gran satisfacción… Tenía una mente penetrante y un temperamento complaciente. Sabía muy bien cómo sazonar su ingenio para que tanto el más amable como el más severo encontrasen siempre en él encantos muy peculiares”.

 

ASPECTO POLÍTICO

         En estas primeras declaraciones de mi manifiesto político, es posible detectar atisbos de la política de liberación radical con la que me comprometería muy pronto., aunque mi principal objetivo es salvaguardar la salvación personal de posibles interferencias políticas

         La idea ortodoxa de Dios es uno de los puntales de la tiranía. Los teólogos promueven la creencia en un Dios temible, justiciero y punitivo para conseguir la obediencia de las masas supersticiosas.

         Mi concepto de la divinidad es tan claramente la antítesis del concepto teocrático que se piensa que lo inventé para salvarme yo o para destruir el orden político imperante.

         Mi concepto de Dios no es una intuición, ni una revelación ni una preferencia, sino que se sigue de la guía de la razón. Lo veo tan claro como una demostración geométrica. “Lo sé de la misma forma que sé que la suma de los tres ángulos de un triángulo es igual a dos ángulos rectos”. Cualquier persona razonable lo verá igual que yo.

 

La mente

         ¿Y el ser humano? Tradicionalmente se había considerado como el centro del universo, creado a imagen y semejanza de Dios, como último fin de la creación.

         Los descubrimientos científicos de Copérnico, Galileo, Newton, etc., fueron invalidando estas creencias.

         El filósofo Descartes había distinguido dos clases de entes en el mundo: Cuerpos y mentes. Los cuerpos consisten en ser extensos y se mueven mecánicamente. La mente consiste en pensar. El ser humano consiste principalmente en mente. Es el único que puede decir: “Pienso, luego existo.

         Este llamado dualismo cartesiano representa una revolución en las ideas y el punto de partida de la filosofía moderna, tanto por su estilo como por su método, aunque su propósito es defender las antiguas verdades frente a las nuevas amenazas.

         Era una especie de armisticio entre la religión y las nuevas ciencias. Separando la mente de la materia, quería defender la inmortalidad del alma, la libertad de la influencia de las ciencias, como inmunes a toda investigación científica. Y a la vez la ciencia no podía ser contradicha por la religión.

         Esta respuesta que podía resolver unos problemas suscitaba otros, como la relación entre el mundo físico y el mental, sobre todo en el ser humano. Si la mente consiste en pensar, como quiere Descartes, no sabemos si los animales son solo máquinas o tienen alma, mente. Los cartesianos defendían que eran simples máquinas, de manera que cuando le ponían un ejemplo sus adversarios de si golpear a un perro y hacerle ladrar era lo mismo que golpear una gaita y hacerla sonar, lo que parece un disparate y algo completamente falso.

         ¿Y qué pasa con los bebés que no pueden decir: Pienso luego existo? ¿No son personas? ¿Cuando comienzan a serlo? ¿Y cuando dormimos, qué pasa con la mente, se va de vacaciones?
         Fue grande el revuelo en el S. XVII y todos los filósofos quisieron resolver el problema, llegando, por ejemplo Malebranche a decir que cuando la mente tenía que decir algo al cuerpo era Dios quien intervenía.. Leibniz hace otro intento con sus mónadas tratando, como Malebranche, de defender el orden teológico y político de la Edad Media.

         Mi filosofía es totalmente innovadora y rompe con todo lo anterior. Para mí, sencillamente no existe tal problema. El hombre no es un reino dentro de otro reino, en la naturaleza.

         La mente no es diferente del cuerpo, no escapa a las leyes de la naturaleza.. “El hombre es una parte de la Naturaleza y tiene que seguir sus leyes, y solo esta es la verdadera forma de rezar”.

         Rompí con la tradición filosófica y religiosa. El hombre no es un ser diferente al resto de seres de la naturaleza. Existen fenómenos mentales –ideas, decisiones. La sustancia tiene los atributos de “Pensamiento” y “Extensión”. Cuando consideramos la sustancia desde el punto de vista del Pensamiento vemos mentes, ideas y decisiones; cuando la consideramos desde el punto de vista de la Extensión, vemos objetos físicos en movimiento.

         “La sustancia pensante y la sustancia extensa son una y la misma  cosa entendidas ora desde el punto de vista de un atributo ora desde el punto de vista del otro”.

         Paralelismo: “El orden y la conexión de las ideas es el mismo que el orden y la conexión de las cosas”, Ethica.

         Hay un continuum entre el cuerpo y la mente que favoreció el desarrollo del conocimiento del cerebro y de las emociones como sustentadoras de los pensamientos y de los sentimientos. Sus puntos de vista se entienden mejor en negativo, como el conocimiento de Dios,  por lo que rechaza, que en positivo.

         No hay albedrío o voluntad, sino ignorancia de las causas. No hay una facultad de la voluntad, pero sí voliciones particulares. Tampoco hay mente como algo aparte. Es solamente una abstracción creada a partir de una colección de acontecimientos mentales. Es una idea, no una cosa. La mente es la idea del cuerpo. Cuando un cuerpo deja de existir, lo mismo le pasa a la mente.

         Relación metafísica y política. Los teólogos utilizan descaradamente la posibilidad de unos premios y castigos eternos para intimidar a las masas. Todo ha sido un fraude desde el principio para justificar la opresión de las masas con una promesa en el más allá.


                  
La salvación

         La Reforma del S. XVI llevó sus consecuencias al siglo XVII también en este tema. Conseguir la bienaventuranza, la felicidad era tema de la iglesia única; cuando existen muchas iglesias diferentes la cuestión queda en manos de cada conciencia individual. La fe es un problema individual.

         “En cada iglesia hay muchos hombres honrados”.  “La santidad de la vida es algo común a todos ellos”.

         El problema de la felicidad era más difícil. Ya no dependía de un Dios, sino que el hombre tenía que conseguirla, pues no aceptaba sin más las creencias tradicionales. Y para alcanzarla necesita utilizar su mejor medio humano, la razón. Cómo ser feliz y cómo comportarse moralmente es lo mismo. El fin de la filosofía es lograr la felicidad suprema, continua e imperecedera”.

         Felicidad es libertad. Y se obtiene cuando estamos de acuerdo con nuestra conciencia, cuando nos realizamos como personas.

         Pocas veces actuamos de acuerdo con nuestra conciencia más profunda, debido a la ignorancia, a la influencia de fuerzas externas a nosotros y que no controlamos, a las propias emociones incontroladas; todo ello nos arrastra hacia la infelicidad. Solemos ser seres pasivos cuando debemos ser activos.

         Debemos someter las emociones a la razón. El placer es la fuente de todo bien. Solo la superstición prohíbe el goce. “Ninguna deidad, ni nadie, excepto el envidioso, obtiene placer de mi debilidad y de mi infortunio, ni considera que sean virtuosas nuestras lágrimas, nuestros sollozos, nuestros temores y todas las demás cosas que son las marcas de un espíritu débil”.

         El resultante ordenado de las emociones es la virtud. Cuanto más buscamos nuestro propio interés, más virtuosos somos, no es un pago por parte de Dios, por la más vil esclavitud. Dios no nos quiere esclavos.

          Las pasiones incontroladas no se matan, se combaten con una emoción más fuerte y duradera, que es el amor, el conocimiento intelectual de Dios o bienaventuranza; es la intuición, lo que nos proporciona una especie de inmortalidad.

         “Los hombres que viven bajo la guía de la razón invariablemente tratan a los demás con respeto, pagan el odio que reciben con amor, y por lo general se comportan como ciudadanos modelo y como “buenos cristianos”.

Hay filósofos que solamente exponen su filosofía, y luego “vuelven a casa”; otros viven su filosofía. Utilizan la filosofía para construir una vida en plenitud. Consideran absurda cualquier parte de la vida que no indaga la filosofía. Nunca “vuelven a casa”. Consagran su vida entera a la filosofía.

         Yo fui uno de esos filósofos. Desde los días en que Sócrates recorría el ágora para alertar a sus amigos de que una vida sin reflexión no vale la pena de ser vivida, y desde que Diógenes se puso a vivir en un tonel para hacer una alegación algo diferente acerca de la naturaleza de la buena vida, el mundo no había visto a un filósofo tan dedicado a su tarea de búsqueda como yo.

         Después de mi traumática expulsión de la comunidad judía hay unos años poco conocidos que se conoce como el “período oscuro”.

         Sin embargo, en el Tratado sobre la reforma del entendimiento publicado un año después de la excomunión, presenté mi “filosofía de la filosofía”, que me guiará el resto de mi vida.

“Después de que la experiencia me hubiera enseñado que todas las cosas que regularmente ocurren en la vida normal son vanas y fútiles, y viendo que ninguno de los objetos de mis temores contenía en sí mismo nada que fuera bueno o malo, excepto en la medida en que la mente se veía afectada por ellos, resolví finalmente averiguar si existía algo que pudiera ser el auténtico bien, y que afectase a la mente de un modo singular, con exclusión de todo lo demás; si había algo que, una vez encontrado y adquirido, me proporcionaría una felicidad continua, suprema y duradera.

         Mi filosofía se origina en la experiencia absolutamente personal de un sentido de la futilidad de la vida ordinaria –una sensación de vacío que en la tradición filosófica se ha ganado el distinguido nombre de contemptu mundi, el desdén por las cosas mundanas, o mejor aún, el de vanitas.

         No solo los males y las adversidades, sino que las cosas buenas de esta vida, el éxito no es más que la postergación del fracaso; el placer no es sino un efímero alivio del dolor, y todos los objetos de nuestros afanes, en general, no son más que vanas ilusiones. El placer, los honores nos hacen esclavos…

         La vanitas te lleva a una angustia ante la nada más absoluta, una vida irrelevante llegando a un final sin sentido.

         En mi primer libro aclaro “el período oscuro” de mi vida de una forma más interesante. Viví una experiencia muy cercana a las tradiciones espirituales, a la “noche oscura del alma”, ese momento de duda y temor ante el alba de la revelación. Es un viaje al vacío que sintieron muchos poetas, filósofos y teólogos, que sufrieron la vida como una pasión inútil, una rueda incesante de esfuerzos, un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y de furia, y que no significa nada etc.

         Me costó, como a muchos otros, abandonar el mundo de los placeres y de los triunfos…
         Superada la vanitas, busqué la felicidad suprema, continua e imperecedera. Una felicidad tan extrema como el terror del que brota., a la que llama “dicha”, “bienaventuranza”, “salvación”. La filosofía busca un fundamento para la felicidad, que es plenamente cierto, permanente, divino.

         ¿Con qué medio cuenta para abandonar “la noche oscura” y alcanzar la salvación? Desarrollar la vida de la mente, la búsqueda de la sabiduría en una vida de contemplación.

         El teólogo la busca en la absoluta certeza de la verdad revelada, el filósofo utiliza sus propios recursos internos. Además las cosas del mundo físico siempre son variables…Lo permanente está dentro, en la mente. Al igual que Sócrates, la dicha está en el conocimiento, “conocimiento de la unión de la mente con la Naturaleza”.

         Al igual que Sócrates con su círculo de compañeros de discusión, o que Epicuro en su jardín con sus compañeros intelectuales, Me imaginé un futuro filosófico en el que yo mismo con otros individuos racionales aumentamos nuestra sabiduría mediante un diálogo constante y mutuamente enriquecedor
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         Una vez que hubiera alcanzado la dicha, el primer paso será “formar una sociedad del tipo deseable para que tantas personas como sea posible, puedan también alcanzarla del modo más fácil y seguro”. (Etica) “El bien supremo es alcanzar la salvación en compañía de otros individuos si es posible”.

         Todo se realiza viviendo, por lo que propongo tres reglas de vida en el “Tratado para la reforma del entendimiento”, La primera llevarse bien con el resto de la humanidad. La segunda, disfrutar de los placeres sensuales en la medida en que es un requisito para salvaguardar la salud y mejorar la vida de la mente. La tercera, que ganar dinero y otros bienes mundanos solo para conservar la vida y la salud, para vigorizar la mente.

         En mi Ética abundo en el desprecio al dinero y a la clase de personas que lo codician. “Las masas apenas pueden imaginarse un placer que no vaya acompañado de la idea de dinero como su causa”. “Quienes conocen el verdadero valor del dinero establecen los límites de su riqueza únicamente en función de sus necesidades, y viven contentos con muy poco”. Lo mismo opino de la alimentación y el vestir.

“El matrimonio está en armonía con la razón”.

         “Las cosas son buenas solamente en las medida en que ayudan al hombre a disfrutar de la vida de la mente”.
        
         Estaba muy animado el día anterior a mi muerte. Por la tarde me había reunido con mi casero con el que había fumado una pipa como de costumbre. A la mañana siguiente estuve charlando un rato con él y con su mujer. Esperaba la visita del doctor en estos días. Me había recomendado comer caldo de pollo.

         Cuando los caseros volvieron de los oficios religiosos me encontraron  conversando con el doctor a la vez que me tomaba el caldo. El casero observó que cómo yo  había dejado distraídamente un ducado de oro junto a unas monedas y un cuchillo de plata. No era la primera vez que dejaba cosas por ahí.

         A las cuatro de la tarde, un vecino les dio la noticia a la salida de los segundos oficios. Spinoza había muerto a las tres en presencia del médico de Amsterdam.

         Los caseros se quedaron de piedra. No se imaginaban que mi dolencia era tan grave.

         El funeral fue un acontecimiento imponente. Seis carruajes encabezaban solemnemente el cortejo fúnebre, al que acompañaban numerosas personas importantes y mis amigos o admiradores.

         Mi muerte, no menos que mi vida, se convirtió en tema de rumores y controversias. Entre los ortodoxos eran muchos los que afirmaban que, en medio de una agonía atroz, el odioso hereje se había arrepentido de su ateismo y había suplicado entre sollozos la absolución de un sacerdote. Otros decían que había ingerido veneno para acelerar mi miserable descenso a los infiernos. Otros afirmaban que había terminado mi vida en una oscura cárcel de París.

         La posibilidad  de que hubiera muerto tan feliz y sin arrepentirme como cualquier buen ciudadano de la Haya era tan insoportable para la mentalidad del siglo XVII como la afirmación de que había vivido ajeno a los habituales vicios.

(Este artículo está inspirado en el libro "El hereje y el cortesano" de Matthew Stewart)